

La configuración moderna del Estado costarricense encuentra su máxima expresión en la relación dialéctica entre el ciudadano y las instituciones públicas, una interacción que trasciende la mera prestación administrativa para constituirse en el núcleo fundamental de la materialización de derechos sociales. Los servicios públicos representan, en esta dinámica, mucho más que simples mecanismos burocráticos; constituyen la manifestación tangible del compromiso estatal con la dignidad humana y el desarrollo integral de la sociedad.
En el contexto contemporáneo, caracterizado por una ciudadanía cada vez más exigente y consciente de sus derechos, el ordenamiento jurídico costarricense ha experimentado una transformación profunda. Esta evolución responde a la necesidad imperativa de garantizar que los servicios públicos no solo cumplan con su función básica de prestación, sino que lo hagan de manera óptima, eficiente y orientada hacia el bienestar colectivo.
La presente investigación sostiene una tesis fundamental: aunque la Constitución Política de Costa Rica no consagra de manera textual y explícita un «derecho al buen y eficiente funcionamiento de los servicios públicos», este derecho ha emergido como una construcción jurídica sólida, derivada de principios constitucionales fundamentales y configurada como un derecho fundamental innominado de plena exigibilidad. Su existencia jurídica se desprende de una interpretación sistemática, teleológica y evolutiva de la Carta Magna, complementada por los tratados internacionales de derechos humanos incorporados al ordenamiento nacional, la legislación administrativa especializada y una jurisprudencia constitucional y contencioso-administrativa que ha consolidado sus contornos y mecanismos de protección.
Esta construcción jurisprudencial y doctrinal ha operado una transformación conceptual de gran trascendencia: la eficiencia administrativa, tradicionalmente concebida como una directriz de buena gestión pública, ha adquirido el estatus de componente esencial de la dignidad humana, el bienestar social y la legalidad de la función pública. En consecuencia, el ciudadano ha sido dotado de herramientas jurídicas efectivas para exigir, tutelar y, cuando sea necesario, restablecer este derecho fundamental.
El arquitectura jurídica que sustenta el derecho al eficiente funcionamiento de los servicios públicos encuentra su piedra angular en el Título V de la Constitución Política, específicamente en su artículo 50, que establece con meridiana claridad que «El Estado procurará el mayor bienestar a todos los habitantes del país, organizando y estimulando la producción y el más adecuado reparto de la riqueza». Este precepto constitucional trasciende la mera declaración programática para constituirse en una norma de eficacia directa que impone al Estado una obligación de resultado cuantificable y verificable.
La interpretación sistemática de este mandato constitucional revela que el «mayor bienestar» no puede materializarse en ausencia de servicios públicos eficientes, continuos y de calidad. Los servicios públicos esenciales —que abarcan desde la prestación sanitaria y educativa hasta el acceso al agua potable, el saneamiento, la seguridad ciudadana y las telecomunicaciones— constituyen el vehículo instrumental indispensable para la consecución del bienestar colectivo.
Por consiguiente, cuando un servicio público opera de manera deficiente, presenta interrupciones injustificadas o evidencia niveles de calidad inadecuados, no se está ante una simple falla administrativa o gerencial, sino frente a un incumplimiento directo del mandato constitucional de procurar el bienestar, con la consiguiente afectación a la calidad de vida de los habitantes.
La evolución histórica del propio artículo 50 constitucional proporciona elementos interpretativos adicionales que refuerzan esta comprensión. Las reformas constitucionales que han incorporado explícitamente el derecho a un «ambiente sano y ecológicamente equilibrado» y, más recientemente, el reconocimiento del «derecho humano, básico e irrenunciable de acceso al agua potable» como bien esencial para la vida, evidencian la vocación del constituyente derivado de explicitar derechos que son instrumentales para una existencia digna.
Estos derechos explícitos funcionan como paradigmas interpretativos que iluminan la comprensión de otros derechos implícitos. Si el acceso al agua constituye un derecho fundamental —como efectivamente lo reconoce la reforma constitucional—, su prestación continua, salubre, suficiente y eficiente representa una condición inseparable e inherente a dicho derecho. La obligación constitucional de procurar el bienestar se desdobla, por tanto, en un derecho correlativo a los medios que lo garantizan, siendo los servicios públicos eficientes el principal instrumento para su materialización.
La arquitectura constitucional costarricense no se limita a establecer fines abstractos, sino que articula con precisión los deberes específicos de los órganos estatales para su consecución. En este contexto, el artículo 140, inciso 8, de la Constitución Política reviste particular importancia al imponer al Poder Ejecutivo la atribución y el deber inequívoco de «Vigilar el buen funcionamiento de los servicios y dependencias administrativas».
Este mandato constitucional presenta características jurídicas específicas que ameritan análisis detallado. En primer lugar, no constituye una facultad discrecional susceptible de ejercicio optativo, sino una obligación de control y garantía que recae imperativamente sobre la dirección superior de la Administración Pública. En segundo lugar, el término «vigilar» implica no solo un deber de supervisión pasiva, sino una obligación activa de asegurar que el funcionamiento sea efectivamente «bueno», concepto que necesariamente incluye criterios de eficiencia, calidad y oportunidad.
La jurisprudencia constitucional ha desarrollado una interpretación sistemática según la cual de este deber ejecutivo de vigilancia emana, como contrapartida necesaria, un derecho correlativo de los administrados a exigir dicho buen funcionamiento. Esta construcción jurisprudencial se fundamenta en el principio general del derecho según el cual todo deber jurídico genera derechos correlativos en favor de los beneficiarios de dicho deber.
El sistema constitucional establece, además, un mecanismo de pesos y contrapesos que refuerza esta interpretación. El artículo 49 de la Constitución crea la jurisdicción contencioso-administrativa con el objeto específico de «garantizar la legalidad de la función administrativa del Estado». Se configura así un sistema de control donde el deber de «vigilar» del Ejecutivo encuentra su complemento y mecanismo de verificación en la potestad judicial de «garantizar» la legalidad.
Un servicio público que funciona inadecuadamente o de manera ineficiente constituye, por definición, un servicio que no está funcionando «bien», contraviniendo directamente el deber constitucional del artículo 140. Este mal funcionamiento, a su vez, representa una ilegalidad en la función administrativa, toda vez que infringe los principios rectores del servicio público consagrados en la legislación administrativa, particularmente los de eficiencia, continuidad y adaptación establecidos en la Ley General de la Administración Pública.
El marco jurídico costarricense experimenta un fortalecimiento sustancial mediante la incorporación de los tratados internacionales de derechos humanos, que según el artículo 7 de la Constitución Política poseen autoridad superior a las leyes ordinarias. En este contexto, la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José) adquiere relevancia particular através de su artículo 26, que establece el compromiso vinculante de los Estados Partes de «adoptar providencias, tanto a nivel interno como mediante la cooperación internacional, especialmente económica y técnica, para lograr progresivamente la plena efectividad de los derechos que se derivan de las normas económicas, sociales y sobre educación, ciencia y cultura».
Este principio de progresividad y no regresividad constituye un anclaje supranacional fundamental para el derecho a la eficiencia en los servicios públicos. La obligación internacional de «lograr progresivamente» la efectividad de los derechos sociales implica un mandato de mejora continua que trasciende los cambios de administración o las fluctuaciones presupuestarias coyunturales.
La calidad, cobertura, accesibilidad y eficiencia de los servicios públicos operan como indicadores objetivos que permiten medir la «efectividad» real de derechos sociales fundamentales como la salud, la educación, la vivienda digna o el acceso al agua. En consecuencia, el Estado costarricense no solo está obligado a prestar estos servicios, sino a perfeccionarlos constantemente, utilizando para ello «la medida de los recursos disponibles», según establece el Protocolo de San Salvador.
Un estancamiento injustificado en la calidad de un servicio público esencial, o peor aún, un deterioro sistemático en su prestación, podría constituir una violación a esta obligación internacional de desarrollo progresivo. La eficiencia, desde esta perspectiva supranacional, no representa un estado estático que se alcanza definitivamente, sino una meta dinámica sujeta a perfeccionamiento continuo, cuya persecución constituye un deber jurídico internacional inexcusable para el Estado.
La Ley General de la Administración Pública (LGAP), Ley N° 6227, constituye la norma vertebral que regula integralmente la actuación del Estado y sus instituciones descentralizadas. Su artículo 4 establece un catálogo de principios fundamentales que definen la esencia misma del servicio público: «La actividad de los entes públicos deberá estar sujeta en su conjunto a los principios fundamentales del servicio público, para asegurar su continuidad, su eficiencia, su adaptación a todo cambio en el régimen legal o en la necesidad social que satisfacen y la igualdad en el trato de los destinatarios, usuarios o beneficiarios».
Estos principios trascienden la categoría de meras aspiraciones programáticas o directrices de gestión para constituirse en normas jurídicas vinculantes que definen el contenido esencial del «buen funcionamiento» de los servicios públicos. Cada uno de estos principios posee contenido normativo específico y exigible:
La continuidad impone una prestación ininterrumpida del servicio, admitiendo interrupciones únicamente en casos de fuerza mayor debidamente acreditada o cuando sean indispensables para el mantenimiento preventivo del servicio, siempre que se adopten las medidas necesarias para minimizar la afectación a los usuarios.
La eficiencia exige la optimización de los recursos humanos, materiales y financieros disponibles para obtener el mejor resultado posible en beneficio del interés público, lo que implica no solo la ausencia de desperdicio, sino la búsqueda activa de la excelencia en la prestación.
La adaptación obliga a los servicios públicos a evolucionar permanentemente conforme cambian las necesidades sociales, los avances tecnológicos y el marco legal aplicable, impidiendo que la Administración se refugie en rutinas obsoletas o procedimientos anacónicos.
La igualdad prohíbe cualquier forma de discriminación en el acceso y trato a los usuarios, garantizando que el servicio público sea efectivamente universal y no privilegie a sectores específicos de la población.
Al estar consagrados en ley formal, estos principios transforman la eficiencia de un concepto meramente económico o gerencial en un estándar legal de cumplimiento obligatorio. En consecuencia, un acto administrativo o una prestación de servicio que sea manifiestamente ineficiente —por ejemplo, que implique un despilfarro injustificado de recursos, genere demoras irrazonables o produzca resultados de calidad deficiente— constituye una conducta antijurídica por violación directa del artículo 4 de la LGAP, susceptible de control judicial y corrección forzosa.
El artículo 11 de la LGAP consagra el principio de legalidad como rector fundamental de toda la actividad administrativa, disponiendo que «La Administración Pública actuará sometida al ordenamiento jurídico y solo podrá realizar los actos que este autorice». Sin embargo, el reconocimiento de potestades discrecionales en favor de la Administración no implica el ejercicio de un poder absoluto o carente de límites sustantivos.
Los artículos 15 y 16 de la misma ley establecen que la discrecionalidad administrativa está delimitada por criterios de razonabilidad y conformidad con «reglas unívocas de la ciencia o de la técnica» y «principios elementales de justicia, lógica o conveniencia». En este marco normativo, el principio de eficiencia opera como un límite implícito pero efectivo sobre el ejercicio de la discrecionalidad administrativa.
Una decisión administrativa que, aunque formalmente se enmarque dentro de las competencias del órgano emisor, sea manifiestamente ineficiente, antieconómica o contraria a criterios técnicos objetivos sin una justificación válida y suficiente, puede ser considerada irrazonable y contraria a la conveniencia pública, configurándose por tanto como ilegal a la luz del artículo 16 de la LGAP.
El control judicial de la razonabilidad de los actos discrecionales faculta al juez contencioso-administrativo para anular decisiones administrativas por ser demostrablemente ineficientes, transformando lo que podría aparecer como un simple error de gestión en un vicio de legalidad susceptible de corrección jurisdiccional. Esta construcción jurisprudencial ha sido fundamental para elevar la eficiencia desde un criterio de gestión hasta un parámetro de legalidad.
La Ley N° 7472, de Promoción de la Competencia y Defensa Efectiva del Consumidor, introduce una transformación paradigmática en la comprensión de la relación entre el ciudadano y el Estado prestador de servicios. El artículo 2 de esta ley define al «Comerciante o proveedor» de manera amplia e inclusiva, abarcando explícitamente a toda «entidad de hecho o de derecho, privada o pública que habitualmente o en forma ocasional se dedique a enajenar bienes o a prestar servicios».
Esta equiparación normativa somete a las entidades públicas prestadoras de servicios a un régimen de responsabilidad que tradicionalmente se consideraba exclusivo del sector privado. El ciudadano que recibe un servicio público adquiere, simultáneamente, la condición de «consumidor» con todos los derechos irrenunciables que esta categoría jurídica conlleva.
El artículo 32 de la Ley 7472 enumera un catálogo extenso de derechos irrenunciables para el consumidor, entre los que destacan la protección de sus legítimos intereses económicos, el acceso a información veraz, suficiente y oportuna sobre los servicios, la protección contra prácticas comerciales abusivas, y el derecho a la reparación integral por daños y perjuicios causados por servicios defectuosos.
Desde esta perspectiva innovadora, la prestación de un servicio público deficiente adquiere nuevas dimensiones jurídicas. El cobro de una tarifa por un servicio no prestado o prestado con interrupciones constantes, la entrega de un servicio de calidad manifiestamente inferior a los estándares razonables, o la imposición de condiciones abusivas en el acceso al servicio, se convierten en violaciones directas a los derechos del consumidor, abriendo vías adicionales de tutela y reparación.
Esta transformación conceptual opera un cambio fundamental en la posición jurídica del ciudadano, que deja de ser un simple «administrado» en una relación jerárquica para convertirse en un «consumidor» dotado de derechos específicos y exigibles, ampliando significativamente el espectro de protección jurídica para la eficiencia y calidad de los servicios públicos.
La Ley N° 8220, de Protección al Ciudadano del Exceso de Requisitos y Trámites Administrativos, junto con su reglamento de desarrollo, representa la instrumentalización práctica del principio de eficiencia, trasladándolo desde el plano declarativo hasta el operativo. Su objeto fundamental consiste en racionalizar las gestiones que los particulares deben realizar ante la Administración Pública para lograr «mayor celeridad y funcionalidad en la tramitación, reduciendo los gastos operativos tanto para la Administración como para los administrados».
La ley se fundamenta en principios rectores específicos que incluyen la celeridad, la eficiencia, la eficacia, la presunción de buena fe del administrado, y la prohibición expresa de duplicidad de requisitos. Estos principios no constituyen meras declaraciones programáticas, sino normas de aplicación directa que vinculan a toda la Administración Pública.
Más allá de la enunciación de principios, la ley establece una arquitectura institucional específica para garantizar su implementación efectiva. Se crea la figura del «Oficial de Simplificación de Trámites» en cada institución pública, un funcionario de alto nivel jerárquico específicamente encargado de dirigir y coordinar los esfuerzos institucionales de mejora regulatoria.
Adicionalmente, se establece la obligación de formular anualmente «Planes de Mejora Regulatoria», instrumentos de planificación que deben incluir objetivos específicos, metas cuantificables e indicadores de gestión para la simplificación de trámites, vinculados orgánicamente a los planes operativos y presupuestarios de cada entidad. Estos mecanismos evidencian que la eficiencia administrativa no constituye una meta opcional sujeta a la discrecionalidad institucional, sino un mandato legal que exige acciones proactivas, planificadas y medibles.
El incumplimiento de estas obligaciones procedimentales específicas, como la omisión en la elaboración del plan de mejora regulatoria, la falta de actualización del catálogo institucional de trámites, o la ausencia de designación del oficial de simplificación, constituye en sí mismo una ilegalidad administrativa susceptible de control judicial y corrección forzosa.
La calidad y eficiencia de un servicio público mantiene una relación directa e inseparable con la calidad de los bienes, obras y servicios que la Administración contrata para su prestación. La Ley General de Contratación Pública, Ley N° 9986, y su reglamento de desarrollo, establecen que la eficiencia constituye un principio rector que debe observarse desde la fase misma de planificación y adquisición de recursos.
El artículo 8 de la ley consagra como principios generales del sistema de contratación pública el «valor por el dinero», que orienta la actuación administrativa hacia la maximización del valor de los recursos públicos invertidos bajo las mejores condiciones posibles de precio, calidad y oportunidad, y la «eficacia y eficiencia», que exige que la utilización de los fondos públicos responda efectivamente al cumplimiento de los fines y metas institucionales.
Estos principios establecen una cadena de responsabilidad que se remonta al proceso mismo de adquisición de recursos. La calidad de un servicio de salud prestado en un hospital público depende, en medida considerable, de la calidad y el funcionamiento adecuado de sus equipos médicos, la idoneidad de los medicamentos adquiridos, y la capacidad técnica de los proveedores contratados.
Si la Administración, en el proceso de contratación, ignora el principio de «valor por el dinero» y adquiere equipos de bajo costo pero de calidad deficiente que fallan sistemáticamente, está cometiendo una ilegalidad que se manifestará posteriormente en la prestación deficiente del servicio de salud. Este incumplimiento en la fase de contratación constituye la causa raíz del mal funcionamiento posterior del servicio.
En consecuencia, un ciudadano afectado por la falla recurrente de un equipo médico puede impugnar tanto la prestación deficiente del servicio como el proceso de contratación que originó dicha deficiencia, demostrando que la eficiencia debe garantizarse a lo largo de todo el ciclo de la gestión pública, desde la planificación hasta la prestación final del servicio.
La legislación costarricense ha desarrollado un sistema integral de evaluación y control de la gestión pública que contribuye significativamente a la materialización del derecho a la eficiencia en los servicios públicos. La Ley de Administración Financiera de la República y Presupuestos Públicos, Ley N° 8131, establece la obligación de implementar sistemas de planificación, programación y evaluación que permitan medir el desempeño institucional y el logro de objetivos.
Este marco normativo exige que cada institución pública formule planes estratégicos institucionales, planes operativos anuales y sistemas de indicadores de gestión que permitan evaluar objetivamente la eficiencia y eficacia en la prestación de servicios. La ausencia de estos instrumentos de planificación y evaluación, o su implementación deficiente, constituye una violación a las obligaciones legales de cada institución.
Cuando la ineficiencia en la prestación de un servicio público trasciende la dimensión de mera ilegalidad administrativa para vulnerar directamente derechos fundamentales de las personas, el Recurso de Amparo, regulado por la Ley de la Jurisdicción Constitucional N° 7135, se constituye en la vía de tutela más idónea y efectiva.
El objeto del amparo, según establece el artículo 29 de la ley, consiste en garantizar los derechos y libertades fundamentales contra «toda disposición, acuerdo o resolución y, en general, contra toda acción, omisión o simple actuación material» de los órganos del sector público que los viole o amenace violar. Esta amplitud en la formulación permite abarcar tanto acciones positivas lesivas como omisiones que generen vulneraciones a derechos fundamentales.
El amparo no constituye un procedimiento destinado a juzgar la eficiencia en abstracto, sino las consecuencias concretas y específicas de su ausencia sobre los derechos constitucionales de las personas. La omisión en la entrega oportuna de un medicamento por parte de la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS), los cortes injustificados y prolongados del servicio de agua potable, o la negativa irrazonable a brindar atención médica especializada, son ejemplos de omisiones que, aun cuando denotan ineficiencia administrativa, son tuteladas en vía de amparo porque lesionan directamente derechos fundamentales como la salud, el acceso al agua, o la vida.
El procedimiento de amparo permite a la Sala Constitucional emitir órdenes de acatamiento inmediato y específico, como la entrega del medicamento requerido, el restablecimiento inmediato del servicio de agua, o la programación de la atención médica necesaria. Adicionalmente, la Sala puede dictar medidas cautelares para proteger al afectado durante la tramitación del proceso, constituyéndose en la primera línea de defensa judicial efectiva del ciudadano.
Para un control de legalidad integral que abarque no solo la violación de derechos fundamentales sino también la infracción de la normativa administrativa general, la vía procesal idónea es la jurisdicción contencioso-administrativa, regida por el Código Procesal Contencioso Administrativo (CPCA), Ley N° 8508.
El artículo 1 de este código establece que su objeto consiste en «tutelar las situaciones jurídicas de toda persona, garantizar o restablecer la legalidad de cualquier conducta de la Administración Pública y condenar al pago de los daños y perjuicios cuando corresponda». Esta formulación amplia permite el control de legalidad de toda la actividad administrativa, incluyendo la verificación del cumplimiento de los principios de eficiencia, continuidad y adaptación establecidos en la LGAP.
A diferencia del amparo, cuyo objeto se circunscribe a la protección de derechos fundamentales, la jurisdicción contencioso-administrativa permite analizar integralmente si la actuación administrativa violó los principios rectores del servicio público consagrados en la LGAP, las normas de simplificación de trámites de la Ley 8220, la legislación de contratación pública, o cualquier otra normativa administrativa aplicable.
El artículo 42 del CPCA faculta al demandante para formular un amplio espectro de pretensiones que incluyen desde la anulación del acto ilegal hasta, de manera especialmente relevante, «condenar a la Administración a realizar cualquier conducta administrativa específica» y al pago de daños y perjuicios. Esta amplitud permite no solo corregir la ilegalidad detectada, sino también obtener una reparación integral por los perjuicios sufridos como consecuencia del mal funcionamiento del servicio.
La jurisprudencia de la jurisdicción contencioso-administrativa ha desarrollado y consolidado la teoría de la «falta de servicio» o «funcionamiento anormal» como fundamento dogmático de la responsabilidad patrimonial del Estado por la prestación deficiente de servicios públicos. Este concepto, de origen doctrinal francés, se refiere a situaciones en las que el servicio público no funciona cuando debería funcionar, funciona tardíamente cuando debería operar con prontitud, o funciona de manera defectuosa cuando debería hacerlo correctamente.
La «falta de servicio» constituye la figura jurídica que establece la conexión directa entre la obligación de eficiencia y la responsabilidad patrimonial del Estado. La ineficiencia administrativa, cuando genera un daño antijurídico al administrado, deja de ser un mero problema de gestión interna para convertirse en un hecho generador de responsabilidad civil extracontractual del Estado.
Los elementos constitutivos de esta responsabilidad incluyen: la demostración del funcionamiento anormal del servicio (elemento objetivo), la existencia de un daño antijurídico (elemento de lesión), y la relación de causalidad entre el funcionamiento anormal y el daño producido (elemento de imputación). Cuando estos elementos concurren, el Estado está obligado a indemnizar integralmente al afectado.
Esta construcción jurisprudencial dota al derecho a la eficiencia de una consecuencia económica directa y tangible para el Estado, creando un poderoso incentivo económico para el buen funcionamiento de los servicios públicos y asegurando que el costo de la ineficiencia no sea transferido injustamente al ciudadano.
La Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia ha desempeñado un papel protagónico y definitorio en la construcción, consolidación y desarrollo del derecho al buen y eficiente funcionamiento de los servicios públicos. A través de una jurisprudencia consistente y evolutiva, ha logrado inferir explícitamente este derecho de una interpretación armónica y sistemática de diversos preceptos constitucionales.
En sentencias paradigmáticas como el voto N° 2004-05207, la Sala ha fundamentado este derecho en una lectura conjunta de los deberes del Poder Ejecutivo contenidos en los artículos 139 y 140 de la Constitución, el régimen de responsabilidad de los funcionarios públicos establecido en el artículo 191, y los principios rectores del Estado Social de Derecho que informan toda la actividad pública.
Más allá de la construcción doctrinal, la Sala ha materializado este derecho en casos concretos de gran impacto social y mediático. Ante las recurrentes interrupciones en el suministro de agua potable en diversas regiones del país, ha emitido sentencias que no solo declaran la violación al derecho fundamental a la salud y al acceso al agua, sino que han dictado órdenes estructurales específicas con plazos perentorios para que el Instituto Costarricense de Acueductos y Alcantarillados (AyA) implemente medidas correctivas definitivas.
Estas sentencias han ordenado, además, que la Autoridad Reguladora de los Servicios Públicos (ARESEP) ejerza su potestad fiscalizadora de manera efectiva y continua, estableciendo mecanismos de seguimiento y verificación del cumplimiento de las órdenes judiciales. Esta aproximación evidencia una evolución del control de constitucionalidad desde un rol meramente anulatorio hacia uno propositivo y de gestión activa de políticas públicas.
En el ámbito de los servicios de salud, la jurisprudencia constitucional ha sido igualmente innovadora. Frente a las problemáticas listas de espera en los servicios especializados de la CCSS, la Sala ha determinado que la dilación desproporcionada e irrazonable en la prestación de atención médica constituye una violación al derecho fundamental a la salud, ordenando la programación inmediata de cirugías y tratamientos, y en algunos casos, autorizando la contratación de servicios privados con cargo al presupuesto institucional.
La jurisdicción contencioso-administrativa ha desarrollado una línea jurisprudencial complementaria que aborda específicamente la dimensión de legalidad ordinaria y la responsabilidad patrimonial derivada del mal funcionamiento de los servicios públicos. Esta jurisprudencia ha sido consistente en la aplicación de la teoría de la «falta de servicio» para condenar al Estado a indemnizar a los ciudadanos por daños sufridos como consecuencia directa de la ineficiencia administrativa.
Los casos relacionados con la omisión en el mantenimiento de obras de infraestructura pública, como puentes, carreteras, edificios públicos o sistemas de alcantarillado, que resultan en accidentes y daños a las personas o a la propiedad privada, constituyen ejemplos paradigmáticos de cómo la inactividad estatal se traduce en responsabilidad patrimonial exigible.
Los tribunales contencioso-administrativos han razonado consistentemente que la obligación del Estado no se agota con la construcción inicial de la infraestructura, sino que incluye el deber continuo y permanente de mantenerla en condiciones seguras, funcionales y acordes con su finalidad. La omisión de este deber de mantenimiento constituye un funcionamiento anormal del servicio que, cuando se demuestra el nexo causal con el daño producido, genera la obligación legal de reparar integralmente.
Esta jurisprudencia ha establecido estándares objetivos para determinar cuándo el funcionamiento de un servicio público es «anormal». Estos estándares incluyen la comparación con servicios similares prestados en condiciones análogas, la evaluación de la razonabilidad de los plazos de prestación, y la verificación del cumplimiento de normas técnicas aplicables.
Una característica distintiva de la jurisprudencia costarricense en esta materia es la evolución hacia formas más activas de control judicial de las políticas públicas. Tanto la Sala Constitucional como los tribunales contencioso-administrativos han desarrollado técnicas de sentencias estructurales que van más allá de la simple anulación de actos administrativos para ordenar la implementación de políticas específicas destinadas a corregir deficiencias sistémicas en la prestación de servicios públicos.
Estas sentencias suelen incluir órdenes específicas de hacer, plazos perentorios para su cumplimiento, mecanismos de verificación y seguimiento, y en algunos casos, la designación de comisiones técnicas para supervisar la implementación de las medidas ordenadas. Esta aproximación judicial evidencia un cambio paradigmático en la comprensión del rol del Poder Judicial en la garantía de los derechos sociales y la eficiencia de los servicios públicos.
El análisis desarrollado en la presente investigación permite arribar a conclusiones fundamentales sobre la configuración, contenido y exigibilidad del derecho al buen y eficiente funcionamiento de los servicios públicos en el ordenamiento jurídico costarricense.
En primer lugar, se ha demostrado que este derecho constituye una construcción jurídica sólida, coherente y plenamente exigible, aun cuando no se encuentre nominado explícitamente en un artículo constitucional específico. Su fundamento emana de la confluencia sistemática de diversas fuentes normativas que, interpretadas de manera teleológica y evolutiva, le otorgan un contenido sustantivo y una fuerza vinculante innegables.
El mandato constitucional de procurar el «mayor bienestar» contenido en el artículo 50 de la Constitución Política actúa como la cláusula matriz fundamental, de la cual se derivan obligaciones específicas de resultado para el Estado. Estas obligaciones se materializan necesariamente a través de servicios públicos que no solo deben prestarse, sino prestarse con niveles óptimos de calidad, eficiencia y continuidad.
Este mandato constitucional encuentra refuerzo y especificación en los deberes particulares asignados a la Administración Pública, los principios fundamentales del servicio público consagrados en la Ley General de la Administración Pública, y las obligaciones internacionales de desarrollo progresivo de los derechos sociales establecidas en la Convención Americana sobre Derechos Humanos y el Protocolo de San Salvador.
La legislación sectorial especializada ha desempeñado un papel crucial en la instrumentalización práctica de la eficiencia administrativa. Leyes como la de Defensa del Consumidor, Simplificación de Trámites, y Contratación Pública han dotado al principio de eficiencia de mecanismos concretos para su implementación, control y verificación, transformándolo de una aspiración abstracta en una obligación operativa y medible.
La jurisprudencia, tanto constitucional como contencioso-administrativa, ha sido el catalizador definitivo que ha articulado estas diversas normas para dar vida a un derecho fundamental autónomo y plenamente exigible. A través del Recurso de Amparo y del proceso contencioso-administrativo, los ciudadanos cuentan con vías procesales efectivas para tutelar este derecho, ya sea para corregir omisiones, anular actos ineficientes, o obtener reparación integral por los daños sufridos a causa del funcionamiento anormal del Estado.
La construcción de este derecho evidencia la vitalidad y capacidad de evolución del ordenamiento jurídico costarricense para responder a las demandas ciudadanas legítimas. La transformación de la eficiencia desde una directriz de gestión hasta un componente esencial de la dignidad humana y la legalidad administrativa representa un avance significativo en la profundización del Estado Social de Derecho.
El derecho al buen y eficiente funcionamiento de los servicios públicos se constituye en una manifestación esencial y característica del constitucionalismo social costarricense. Su reconocimiento y tutela judicial efectiva no solo protegen al individuo en su esfera particular de derechos, sino que fortalecen estructuralmente la legitimidad de las instituciones públicas, promueven la cultura de la buena gobernanza, y fomentan una ética de responsabilidad y rendición de cuentas que resulta indispensable para mantener y profundizar la confianza ciudadana en el sistema democrático y en la capacidad del Estado para responder efectivamente a las necesidades colectivas.
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🇨🇷 El derecho a un funcionamiento bueno y eficiente de los servicios públicos es un pilar fundamental del Estado Social de Derecho en Costa Rica. 🏛️ Este principio no es una mera aspiración, sino una garantía exigible que impone a la Administración Pública el deber ineludible de actuar con eficiencia, continuidad y adaptabilidad. La correcta prestación de servicios esenciales como la salud, la educación y la seguridad no solo impacta la calidad de vida de los ciudadanos, sino que también legitima la función estatal y fomenta la confianza en las instituciones. Conocer los fundamentos constitucionales y legales de este derecho, así como los mecanismos para su defensa, es crucial para toda la ciudadanía. ⚖️
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