

El Artículo 40 de la Constitución Política de Costa Rica representa mucho más que una simple enumeración de prohibiciones. Constituye una declaración filosófica profunda sobre los límites del poder estatal y la naturaleza inalienable de la dignidad humana. Cuando este artículo prohíbe expresamente los tratamientos crueles o degradantes, las penas perpetuas y las penas confiscatorias, no está meramente estableciendo restricciones técnicas al sistema judicial, sino afirmando principios fundamentales que definen el carácter humanista del Estado costarricense.
La relevancia contemporánea de estas prohibiciones trasciende el ámbito puramente académico. En un contexto regional donde el populismo punitivo gana terreno y las demandas de «mano dura» resuenan con fuerza en el debate público, Costa Rica se encuentra en una encrucijada. La tensión entre la legítima aspiración ciudadana a la seguridad y el compromiso constitucional con los derechos humanos plantea desafíos que requieren un análisis riguroso y matizado.
Este estudio aborda estas prohibiciones desde una perspectiva integral, reconociendo que su verdadero significado solo emerge cuando se las comprende como manifestaciones concretas de las garantías abstractas del debido proceso.
No se trata de normas aisladas, sino de elementos interconectados de un sistema coherente de protección que encuentra su fundamento en el Artículo 39 constitucional y su desarrollo en los instrumentos internacionales de derechos humanos.
La metodología adoptada privilegia el análisis jurisprudencial, examinando cómo la Sala Constitucional ha interpretado y aplicado estas prohibiciones en casos concretos. Particular atención se presta a la evolución doctrinaria que ha permitido reconocer no solo violaciones directas e individuales, sino también fallas sistémicas que generan violaciones masivas y continuadas a los derechos fundamentales.
El debido proceso en el ordenamiento jurídico costarricense no se limita a ser un conjunto de reglas procedimentales. Representa un sistema integrado de garantías que operan como diques de contención frente al ejercicio del poder punitivo estatal. Esta concepción encuentra su expresión más clara en la jurisprudencia constitucional, que ha desarrollado una doctrina robusta sobre los elementos esenciales de este derecho fundamental.
La Sala Constitucional, en su evolución doctrinaria, ha establecido que el debido proceso abarca tanto garantías formales como sustantivas. Las primeras se refieren a los aspectos procedimentales: el derecho a ser oído, a presentar pruebas, a contar con representación legal adecuada. Las segundas, más complejas y de desarrollo relativamente reciente, se relacionan con el contenido mismo de las decisiones estatales y su compatibilidad con los principios constitucionales fundamentales.
Esta distinción resulta crucial para comprender cómo las prohibiciones del Artículo 40 operan en la práctica. Los tratamientos crueles y degradantes, las penas perpetuas y las penas confiscatorias representan violaciones al debido proceso sustantivo, pues constituyen decisiones estatales intrínsecamente incompatibles con la dignidad humana, independientemente de que hayan sido adoptadas siguiendo procedimientos formalmente correctos.
La máxima nullum crimen, nulla poena sine praevia lege constituye el fundamento histórico del derecho penal moderno y encuentra en el ordenamiento costarricense una aplicación particularmente rigurosa.
La Sala Constitucional ha desarrollado una doctrina exigente sobre los requisitos que debe cumplir una ley penal para ser considerada válida, estableciendo estándares que van más allá de la mera existencia formal de la norma.
El principio de legalidad en materia penal exige que las conductas punibles y las sanciones aplicables estén definidas en una ley en sentido formal y material, emanada del Poder Legislativo y promulgada con anterioridad a los hechos que pretende regular. Esta exigencia, conocida doctrinariamente como lex praevia, se complementa con otros requisitos igualmente importantes: la ley debe ser escrita (lex scripta), estricta (lex stricta) y cierta (lex certa).
La conexión entre el principio de legalidad y las prohibiciones del Artículo 40 es directa e ineludible. Una norma que autorice tratamientos crueles o que establezca penas perpetuas o penas confiscatorias no puede superar el control de constitucionalidad, pues viola prohibiciones expresas del texto fundamental. Más aún, la exigencia de certeza legal (lex certa) impide que conceptos como «trato degradante» o «pena desproporcionada» queden librados a la interpretación discrecional de los operadores jurídicos.
La jurisprudencia constitucional ha sido especialmente estricta en el control de las normas penales que presentan deficiencias en su técnica legislativa. En múltiples ocasiones, la Sala ha declarado la inconstitucionalidad de reformas al Código Penal que omitían especificar el tipo de pena aplicable, considerando que frases genéricas como «la pena será de cuatro a doce años» resultan insuficientes por no aclarar si se trata de prisión, inhabilitación u otra modalidad sancionatoria.
El principio de tipicidad penal representa una evolución y perfeccionamiento del principio de legalidad. Mientras este último se enfoca en la fuente y la forma de la norma, la tipicidad se ocupa de su contenido y estructura. No basta con que exista una ley previa que defina delitos y penas; es indispensable que esa definición sea clara, precisa e inequívoca.
La Sala Constitucional ha desarrollado una doctrina sofisticada sobre los elementos que debe contener un tipo penal para ser considerado constitucionalmente válido. El tipo debe estructurarse como una proposición condicional completa, que incluya tanto el presupuesto (descripción de la conducta prohibida) como la consecuencia (la sanción aplicable). La ausencia o ambigüedad en cualquiera de estos elementos vicia la norma de inconstitucionalidad.
Esta exigencia de precisión tiene implicaciones directas para la prevención de tratamientos crueles y penas desproporcionadas. Una norma penal ambigua o imprecisa abre espacios para la discrecionalidad judicial que pueden derivar fácilmente en arbitrariedad. Si el juez no tiene claridad sobre los límites exactos de la sanción que puede imponer, aumenta el riesgo de que se produzcan condenas que, en su ejecución, resulten contrarias a la dignidad humana.
La interdependencia de las garantías procesales se hace evidente en este punto. Una violación al principio de tipicidad constituye, simultáneamente, una violación al principio de legalidad y, en última instancia, al debido proceso. La aplicación de una pena mal tipificada puede resultar en una sanción desproporcionada que, en sus efectos prácticos, configure un trato degradante o una pena de facto perpetua.
El ordenamiento jurídico costarricense, particularmente en materia de derechos fundamentales, se rige por criterios hermenéuticos que privilegian la protección de la persona humana. Los principios pro homine (a favor del ser humano) y pro libertatis (a favor de la libertad) constituyen mandatos interpretativos que obligan a todos los operadores jurídicos a adoptar la interpretación más favorable a los derechos de las personas.
Estos principios tienen una aplicación particularmente relevante en el análisis de las prohibiciones del Artículo 40. Obligan a interpretar de manera amplia el concepto de «dignidad humana» y, correlativamente, de forma restrictiva las facultades estatales para imponer sanciones. Esta aproximación hermenéutica transforma las prohibiciones constitucionales de normas estáticas en principios dinámicos que evolucionan con el desarrollo de los estándares internacionales de derechos humanos.
La aplicación del principio pro homine en materia de tratamientos degradantes implica que la evaluación judicial no puede limitarse a verificar la ausencia de tortura física directa. Es necesario examinar integralmente las condiciones de reclusión para determinar si, en su conjunto, preservan o menoscaban la dignidad inherente al ser humano. Esta perspectiva ha permitido que la jurisprudencia constitucional reconozca el hacinamiento carcelario como una forma de trato cruel institucionalizado.
Similarmente, en el análisis de las penas perpetuas, el enfoque no puede ser meramente formal, verificando si la ley denomina expresamente así a una sanción. Es imprescindible realizar un análisis material de los efectos de la pena en la vida concreta de las personas, considerando factores como la esperanza de vida, la edad de imposición de la condena y las reales posibilidades de reinserción social.
La proclamación de derechos y garantías carecería de sentido si no existieran mecanismos procesales idóneos para su protección. El ordenamiento jurídico costarricense establece dos instrumentos fundamentales para la tutela de los derechos contemplados en el Artículo 40: el recurso de hábeas corpus y el recurso de amparo.
El recurso de hábeas corpus, regulado en la Ley de la Jurisdicción Constitucional, constituye la garantía por excelencia de la libertad e integridad personales. Su ámbito de protección trasciende las detenciones arbitrarias para abarcar cualquier acto u omisión que amenace, perturbe o restrinja indebidamente la libertad o integridad de las personas. Esto incluye, de manera especial, las condiciones de internamiento que puedan constituir tratamientos crueles, inhumanos o degradantes.
La jurisprudencia de la Sala Constitucional ha utilizado el hábeas corpus como un vehículo efectivo para el control de las condiciones carcelarias. A través de este instrumento, el Tribunal ha ordenado a la administración penitenciaria tomar medidas correctivas frente a situaciones de hacinamiento, insalubridad o falta de atención médica adecuada. Esta evolución jurisprudencial ha transformado el hábeas corpus de un mecanismo reactivo frente a detenciones ilegales en un instrumento proactivo de mejoramiento de las condiciones de reclusión.
El recurso de amparo complementa la protección ofrecida por el hábeas corpus, tutelando derechos fundamentales como la salud, la comunicación con familiares y abogados, la libertad de culto o el derecho a la educación dentro de los centros penales. Ambos recursos, caracterizados por su trámite sumario y preferente, constituyen un sistema de control judicial permanente sobre la actuación de las autoridades penitenciarias.
La prohibición de someter a cualquier persona a torturas o tratamientos crueles, inhumanos o degradantes representa una norma de jus cogens en el derecho internacional y una de las garantías más sagradas del constitucionalismo moderno. Su carácter absoluto significa que no admite excepciones, derogaciones ni suspensiones, ni siquiera en circunstancias excepcionales de emergencia nacional o guerra.
El Artículo 40 de la Constitución Política establece de manera categórica: «Nadie será sometido a tratamientos crueles o degradantes…». Esta formulación encuentra complemento y desarrollo en el Artículo 5 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, que dispone: «Toda persona tiene derecho a que se respete su integridad física, psíquica y moral. Nadie debe ser sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes».
La doctrina internacional, desarrollada por organismos como la Corte Interamericana de Derechos Humanos y el Comité contra la Tortura de las Naciones Unidas, ha establecido distinciones conceptuales importantes entre estas categorías. La tortura implica la imposición intencionada de dolores o sufrimientos graves, físicos o mentales, con un propósito específico como obtener información, castigar o intimidar. Los tratamientos inhumanos causan sufrimiento severo pero pueden carecer del elemento de intencionalidad específica de la tortura. Los tratamientos degradantes, por su parte, son aquellos que humillan gravemente a la persona o atacan su dignidad.
El carácter no derogable de esta prohibición, consagrado en el Artículo 27.2 de la Convención Americana, subraya su estatus como valor fundamental de la sociedad democrática. Esta absolutez impone al Estado no solo obligaciones negativas (no infligir dichos tratos) sino también obligaciones positivas: prevenir activamente que ocurran, investigar cuando se produzcan y sancionar a los responsables.
A pesar de la claridad de la prohibición constitucional e internacional, la realidad del sistema penitenciario costarricense presenta desafíos estructurales significativos para su cumplimiento efectivo. El fenómeno del hacinamiento carcelario, documentado sistemáticamente por la Defensoría de los Habitantes y el Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura, ha sido calificado por estos organismos como una forma institucionalizada de tratamientos crueles y degradantes.
Costa Rica presenta una de las tasas de encarcelamiento más altas de América Latina, alcanzando aproximadamente 343 personas por cada 100,000 habitantes. Esta cifra, que supera significativamente los promedios regionales e internacionales, refleja una política criminal que ha privilegiado la respuesta punitiva sobre estrategias preventivas o alternativas al encarcelamiento. El resultado es un sistema penitenciario que opera bajo presión constante, con niveles de ocupación que frecuentemente superan el 30% de su capacidad instalada.
El hacinamiento carcelario no constituye simplemente un problema de espacio físico. Genera una cascada de violaciones a los derechos humanos que afectan múltiples dimensiones de la vida de las personas privadas de libertad. La sobrepoblación conduce inevitablemente al deterioro de los servicios básicos: el acceso al agua potable se vuelve irregular, los servicios sanitarios resultan insuficientes e insalubres, y la atención médica se precariza al punto de poner en riesgo la vida y la salud de los reclusos.
La Defensoría de los Habitantes ha caracterizado las cárceles costarricenses como «depósitos humanos», una descripción que denuncia la deshumanización inherente a estas condiciones. Cuando las personas se ven obligadas a compartir espacios diseñados para una tercera parte de su población actual, cuando deben dormir en turnos por falta de camas, cuando los patios de recreación se convierten en dormitorios improvisados, se produce una degradación sistemática de la dignidad humana que configura, objetivamente, un tratamiento degradante de carácter masivo.
La Sala Constitucional ha reconocido progresivamente la gravedad de esta situación. En una evolución jurisprudencial significativa, el Tribunal ha transitado desde el abordaje de casos individuales de maltrato hacia el reconocimiento de que el hacinamiento crónico constituye, en sí mismo, una violación estructural a los derechos humanos. Esta perspectiva sistémica ha llevado a la Sala a emitir órdenes directas a la administración para que adopte medidas correctivas, estableciendo que existe un umbral objetivo a partir del cual las condiciones de reclusión se vuelven intolerables.
La aplicación práctica de los estándares constitucionales sobre tratamientos degradantes puede observarse claramente en el Voto 24-023562-0007-CO de la Sala Constitucional. Este caso, aunque aparentemente menor en sus hechos específicos, ilustra principios fundamentales sobre los límites constitucionales del tratamiento de personas privadas de libertad.
Los hechos del caso involucran a una persona que fue mantenida durante tres días consecutivos en un cubículo destinado originalmente a la atención de abogados. Este espacio, que carecía de servicio de agua corriente y de instalaciones sanitarias, obligó al individuo a realizar sus necesidades fisiológicas en una botella plástica y le impidió bañarse durante todo el período de reclusión.
La administración penitenciaria argumentó en su defensa que la persona era trasladada periódicamente a los servicios sanitarios del centro penal, sugiriendo que esto era suficiente para satisfacer sus necesidades básicas. Sin embargo, la Sala Constitucional rechazó categóricamente este razonamiento, estableciendo principios importantes sobre el contenido del derecho a condiciones dignas de reclusión.
El Tribunal determinó que estas condiciones constituían un tratamiento degradante contrario a la dignidad humana. La decisión se fundamentó en varios argumentos centrales. Primero, que el derecho a condiciones dignas de reclusión no se satisface con el acceso esporádico a servicios básicos, sino que requiere que la persona tenga disponibilidad razonable y continua de estos servicios. Segundo, que un espacio sin acceso directo a instalaciones sanitarias no es adecuado para la permanencia humana, ni siquiera por períodos breves.
La importancia de esta resolución trasciende los hechos específicos del caso. Establece que la violación a la prohibición de tratamientos degradantes no requiere necesariamente de actos de violencia activa o intencional. La omisión del Estado en proveer condiciones mínimas de existencia que respeten la dignidad humana es suficiente para configurar un trato constitucionalmente prohibido.
Este enfoque refleja una comprensión sofisticada del concepto de dignidad humana y de las obligaciones estatales en materia de custodia. Cuando el Estado priva a una persona de su libertad, asume una posición de garante especial sobre todos sus derechos, excepto aquellos inherentemente incompatibles con la privación de libertad. Esta posición de garante implica que cualquier afectación a la vida, la salud o la integridad de un recluso se presume como una falla en el cumplimiento del deber estatal.
La prohibición de tratamientos crueles se proyecta directamente sobre el proceso penal a través de la regla de exclusión probatoria. El Artículo 40 de la Constitución es categórico al establecer: «Toda declaración obtenida por medio de violencia será nula». Este mandato se complementa con el Artículo 8.3 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, que establece la invalidez de cualquier confesión obtenida mediante coacción.
Esta regla de exclusión cumple una función múltiple en el sistema de justicia penal. Por una parte, protege la integridad personal del imputado, asegurando que la investigación penal no se convierta en una fuente adicional de victimización. Por otra, preserva la integridad del proceso judicial, reconociendo que una declaración obtenida bajo coacción carece de valor probatorio al no ser producto de la voluntad libre del declarante.
La aplicación de esta regla exige del sistema judicial una vigilancia constante sobre los métodos de investigación empleados por las autoridades. No basta con que la confesión o declaración parezca verosímil o consistente con otros elementos probatorios; es necesario verificar que fue obtenida respetando la integridad física y psicológica del declarante. Esta verificación incluye el examen de las condiciones de detención, los métodos de interrogatorio empleados y el respeto a los derechos fundamentales durante todo el proceso de investigación.
La regla de exclusión probatoria representa una de las manifestaciones más claras de la interconexión entre las garantías sustantivas y procesales del debido proceso. Al proteger la integridad personal del imputado (Artículo 40), simultáneamente salvaguarda la rectitud del proceso (Artículo 39) y reafirma que la búsqueda de la verdad no puede realizarse a cualquier costo.
La prohibición de penas perpetuas contenida en el Artículo 40 de la Constitución Política representa una de las decisiones fundamentales que caracterizan el modelo de justicia penal costarricense. Esta prohibición no constituye simplemente una limitación cuantitativa de la sanción, sino que refleja una concepción específica sobre la naturaleza y finalidad del castigo en una sociedad democrática.
La norma constitucional debe interpretarse en conjunto con el Artículo 5.6 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, que establece que «las penas privativas de la libertad tendrán como finalidad esencial la reforma y la readaptación social de los condenados». Esta conjunción normativa conduce a una conclusión ineludible: el sistema penal costarricense rechaza explícitamente la concepción puramente retributiva o inocuizadora de la pena.
Una pena perpetua, entendida como una condena a prisión por el resto de la vida natural del individuo, resulta conceptualmente incompatible con el objetivo de rehabilitación y reinserción social. Si no existe posibilidad alguna de recuperar la libertad, el incentivo para la reforma personal se desvanece y la pena se transforma en un mero depósito de personas hasta su muerte natural. Este tipo de sanción anula por completo el proyecto de vida del condenado, atacando así su dignidad humana y transformándose, en sus efectos prácticos, en una forma de tratamiento cruel y degradante.
La prohibición constitucional, por tanto, no solo limita la duración máxima de las penas sino que define cualitativamente su naturaleza y propósito. Establece que toda sanción penal debe conservar, al menos teóricamente, un horizonte de libertad que mantenga viva la esperanza de reinserción y que incentive los procesos de reforma personal del condenado.
La legislación penal costarricense establece, a través del Artículo 51 del Código Penal, un límite máximo de 50 años de privación de libertad para los casos de concurso material de delitos. Esta disposición ha generado un intenso debate jurisprudencial sobre su compatibilidad con la prohibición constitucional de penas perpetuas, debate que alcanzó su punto culminante en el Voto 2015-019582 de la Sala Constitucional.
La posición mayoritaria de la Sala sostiene que una pena con límite temporal definido, como los 50 años, no puede considerarse formalmente «perpetua». Desde esta perspectiva, la perpetuidad implicaría necesariamente una condena sin término definido, es decir, de por vida y sin posibilidad alguna de liberación. Se argumenta que el sistema costarricense contempla mecanismos como la libertad condicional y otros beneficios penitenciarios que, en la práctica, podrían permitir que una persona condenada a 50 años no cumpla la totalidad de la pena en prisión.
Esta interpretación formalista considera que, al existir un límite temporal específico y la posibilidad teórica de liberación anticipada, la pena mantiene su carácter temporal y no deviene perpetua. Los magistrados que suscriben esta posición enfatizan que la Constitución prohíbe las penas perpetuas en sentido estricto, no las penas de larga duración que, aunque extensas, mantienen un horizonte temporal definido.
Sin embargo, el voto salvado de la misma sentencia introduce una perspectiva radicalmente diferente, fundamentada en un análisis material y de efectos reales. Los magistrados disidentes argumentan que la perpetuidad de una pena no debe evaluarse exclusivamente por su denominación formal o su estructura legal, sino por sus consecuencias concretas en la vida de las personas.
Esta posición considera que, dadas la esperanza de vida promedio en Costa Rica y la edad típica de ingreso al sistema penitenciario, una condena de 50 años de prisión equivale, en la inmensa mayoría de los casos, a una cadena perpetua de facto. Un individuo condenado a los 30 años, por ejemplo, saldría de prisión a los 80 años, suponiendo que sobreviva a cinco décadas de encarcelamiento. A esa edad, las posibilidades de reinserción social efectiva son prácticamente nulas.
El voto salvado concluye que una pena de tal magnitud aniquila cualquier proyecto de vida futuro, despojando al individuo de toda esperanza real de libertad y convirtiendo la sanción en una forma de tratamiento cruel y degradante. Desde esta perspectiva, la prohibición constitucional debe interpretarse considerando los efectos materiales de la pena, no solo su estructura formal.
El debate sobre la duración máxima de las penas privativas de libertad no se desarrolla en un vacío social o político. Responde a un contexto de creciente preocupación por la seguridad ciudadana y a la proliferación de políticas de «mano dura» que presentan el aumento de las penas como la solución principal a los problemas de criminalidad.
En Costa Rica, como en el resto de América Latina, los últimos años han sido testigos de un endurecimiento progresivo del discurso y la práctica punitiva. La demanda social por respuestas más severas al delito se ha traducido en reformas legislativas que han aumentado las penas máximas, limitado los beneficios penitenciarios y expandido el catálogo de delitos graves. Este fenómeno, conocido en la literatura especializada como «populismo punitivo», plantea desafíos significativos al modelo constitucional de justicia penal.
En este contexto, la prohibición constitucional de penas perpetuas opera como un ancla normativa, un límite infranqueable que impide que la política criminal sea arrastrada completamente por corrientes de venganza social o demagogia punitiva. Obliga al Estado, y particularmente al Poder Legislativo, a mantener un equilibrio delicado entre la necesidad legítima de proteger a la sociedad y el deber irrenunciable de respetar los principios fundamentales que definen el modelo de Estado costarricense.
La discusión jurisprudencial sobre el límite de 50 años trasciende, por tanto, el ámbito técnico-jurídico para convertirse en una deliberación sobre los límites del ius puniendi en una democracia que ha renunciado constitucionalmente a la exclusión definitiva de sus miembros. La prohibición del Artículo 40 no es solo una garantía individual para el condenado; constituye un principio estructural que reafirma el compromiso del país con un sistema de justicia penal humanista.
Este compromiso implica que, sin renunciar a la sanción de los delitos graves ni ignorar las legítimas demandas de seguridad ciudadana, el Estado costarricense mantiene su fe en la capacidad de transformación del ser humano y su rechazo a políticas que impliquen la eliminación social definitiva de las personas que han delinquido.
La tercera prohibición contenida en el Artículo 40 de la Constitución Política es la de la «pena de confiscación». Este mandato protege el derecho de propiedad frente a una de las formas más drásticas de intervención estatal: la expropiación de bienes como forma de castigo. Sin embargo, la correcta interpretación de esta prohibición exige una distinción cuidadosa entre la confiscación propiamente dicha, que está absolutamente proscrita, y otras figuras jurídicas como el comiso, que son constitucionalmente legítimas.
La confiscación, en el sentido prohibido por el Artículo 40 constitucional, constituye una pena que implica la apropiación por parte del Estado, sin compensación alguna, de la totalidad o de una parte sustancial del patrimonio de una persona como sanción por la comisión de un delito. Su característica definitoria radica en su generalidad: no recae sobre bienes específicos vinculados al delito, sino sobre el patrimonio del condenado considerado globalmente.
Esta figura está constitucionalmente prohibida por múltiples razones convergentes. En primer lugar, resulta intrínsecamente desproporcionada, ya que el castigo patrimonial puede exceder significativamente la gravedad del delito cometido. Una persona que comete un hurto menor podría, bajo un sistema de penas confiscatorias, perder la totalidad de sus bienes, generando una desproporción evidente entre la falta y el castigo.
En segundo lugar, la confiscación viola el principio de personalidad de la pena. Al afectar la totalidad del patrimonio de una persona, inevitablemente perjudica a terceros de buena fe, particularmente familiares, que dependen económicamente de esos bienes. Una sanción que trasciende la persona del infractor para afectar a individuos inocentes contradice principios fundamentales de justicia.
El comiso o decomiso, por el contrario, constituye una figura jurídica permitida y necesaria en la lucha contra la criminalidad. No se trata propiamente de una pena, sino de una consecuencia accesoria del delito, de carácter real, que recae exclusivamente sobre bienes específicos y directamente relacionados con la actividad ilícita.
Los bienes susceptibles de comiso se clasifican en dos categorías principales. Los instrumenta sceleris, que son los instrumentos utilizados para cometer el delito, como un vehículo empleado para transportar sustancias estupefacientes o un arma utilizada en un robo. Los producta sceleris, que son los productos o ganancias derivados directamente del delito, como el dinero obtenido de una extorsión o los bienes adquiridos con fondos de origen ilícito.
La constitucionalidad del comiso se fundamenta en su especificidad y en el nexo causal directo que debe existir entre el bien y el delito. No constituye un castigo indiscriminado sobre el patrimonio, sino una medida dirigida a neutralizar los medios empleados en la actividad criminal y a asegurar que el crimen no genere beneficio económico para su autor.
El Código Penal y diversas leyes especiales regulan la aplicación del comiso en Costa Rica, estableciendo un conjunto de garantías procesales que aseguran la compatibilidad de esta figura con los principios del debido proceso. Para que un tribunal pueda ordenar el comiso de un bien, resulta indispensable que se demuestre fehacientemente en el juicio el nexo causal entre dicho bien y el delito por el cual se condena a la persona.
Esta exigencia probatoria no es meramente formal. Requiere que la vinculación entre el bien y la actividad ilícita sea demostrada con el mismo rigor probatorio que se exige para la demostración de los elementos del delito. No basta la sospecha o la probabilidad; se necesita certeza sobre la utilización del bien en la comisión del delito o sobre su origen ilícito.
Una garantía fundamental en la aplicación del comiso es la protección de los derechos de terceros de buena fe. Si el bien utilizado en el delito pertenece a una persona que no tuvo conocimiento ni participación en la actividad criminal, sus derechos de propiedad deben ser respetados escrupulosamente. Esta protección asegura que las consecuencias patrimoniales del delito no se extiendan a personas ajenas al hecho, respetando así el principio de personalidad de las sanciones.
La aplicación de esta garantía puede observarse en casos comunes como el del vehículo alquilado utilizado para cometer un delito. Si el arrendatario emplea el vehículo para transportar drogas sin conocimiento de la empresa de alquiler, los derechos de propiedad de esta última deben ser preservados, impidiendo que el vehículo sea objeto de comiso. Esta protección refleja el reconocimiento de que el comiso debe afectar únicamente a quienes han participado consciente y voluntariamente en la actividad delictiva.
Los últimos años han sido testigos del desarrollo de una nueva figura jurídica en el derecho comparado y en Costa Rica: la extinción de dominio. Esta institución representa un paradigma diferente en el abordaje de los patrimonios de origen ilícito, distinguiéndose tanto de las penas confiscatorias prohibidas como del comiso tradicional.
La extinción de dominio constituye una acción judicial autónoma, de naturaleza real (in rem) y no personal (in personam). Esto significa que la acción se dirige contra bienes de origen o destinación ilícita, independientemente de la situación jurídica de su tenedor. Su objetivo es declarar la pérdida del derecho de propiedad sobre dichos bienes a favor del Estado, sin que sea necesaria una condena penal previa.
Esta característica fundamental de la extinción de dominio la diferencia claramente tanto de las penas confiscatorias como del comiso tradicional. No se trata de una sanción impuesta como consecuencia de un delito, sino del reconocimiento de que la propiedad adquirida con capital de origen ilícito o destinada a actividades criminales no puede gozar de la protección constitucional que se otorga a la propiedad legítima.
La Sala Constitucional, en su Voto 2024-029411, analizó la constitucionalidad de un proyecto de ley sobre extinción de dominio, considerándola mayoritariamente compatible con la Constitución. El razonamiento central del Tribunal se basa en que la extinción de dominio no constituye una «pena» en sentido técnico y, por lo tanto, no entra en colisión con la prohibición de penas confiscatorias del Artículo 40.
Según el criterio de la Sala, se trata de una consecuencia patrimonial derivada de la ilicitud del título de adquisición o de la destinación del bien, reconociendo que quien adquiere bienes con capital ilícito nunca obtiene un derecho de propiedad constitucionalmente protegido. Desde esta perspectiva, la extinción de dominio no confisca una propiedad legítima, sino que declara la inexistencia de un derecho de propiedad que nunca se consolidó válidamente.
Sin embargo, la misma Sala señaló un vicio significativo en el proyecto consultado, relacionado con las garantías procesales, específicamente con el sistema de notificaciones. El Tribunal consideró que las disposiciones sobre notificación eran ambiguas e imprecisas, lo que no garantizaba una comunicación efectiva al afectado y, por ende, vulneraba su derecho de defensa y el debido proceso.
Esta observación resulta de fundamental importancia porque demuestra que, aunque la extinción de dominio no sea calificada como una pena, su aplicación debe estar rodeada de robustas garantías procesales. La figura plantea desafíos significativos al debido proceso, ya que al no tratarse de un proceso penal, el estándar probatorio puede ser menos exigente que el requerido para una condena criminal.
El señalamiento de la Sala sobre las deficiencias en el sistema de notificaciones constituye un recordatorio de que si se flexibiliza una garantía del debido proceso (como el estándar probatorio), otras garantías (como el derecho a ser oído y a defenderse) deben ser reforzadas proporcionalmente. De lo contrario, la extinción de dominio podría convertirse, en la práctica, en una forma encubierta de confiscación aplicada a través de un proceso con menores salvaguardas que las exigidas constitucionalmente.
El análisis detallado de cada una de las prohibiciones contenidas en el Artículo 40 de la Constitución Política revela que estas no operan como mandatos aislados, sino como elementos de un sistema integrado de protección de la dignidad humana. La prohibición de tratamientos crueles y degradantes, la proscripción de penas perpetuas y la prohibición de penas confiscatorias se complementan y refuerzan mutuamente, creando un marco de protección comprehensivo contra los excesos del poder punitivo estatal.
Esta interconexión se manifiesta de múltiples maneras en la práctica jurídica. Una pena excesivamente prolongada puede transformarse, en sus efectos, en un tratamiento degradante. Una sanción patrimonial desproporcionada puede constituir simultáneamente una pena confiscatoria prohibida y un trato cruel. Las condiciones inhumanas de reclusión pueden agravar una pena formalmente proporcionada hasta convertirla en un castigo constitucionalmente intolerable.
La jurisprudencia constitucional ha reconocido progresivamente esta dimensión sistémica de las garantías. En lugar de analizar cada prohibición de manera aislada, la Sala Constitucional ha desarrollado una aproximación holística que evalúa el efecto conjunto de las diversas dimensiones del castigo sobre la dignidad de la persona. Esta perspectiva integral permite identificar y corregir violaciones que podrían pasar inadvertidas bajo un análisis fragmentado.
Una de las características más notables de la evolución jurisprudencial en materia de derechos de las personas privadas de libertad ha sido el tránsito desde el abordaje de casos individuales hacia el reconocimiento y tratamiento de problemas estructurales. Esta evolución refleja una comprensión más sofisticada de las dinámicas que generan violaciones masivas y sistemáticas a los derechos humanos.
En sus primeras décadas de funcionamiento, la Sala Constitucional se enfocó principalmente en la resolución de casos específicos de maltrato, negligencia médica o condiciones particularmente graves de reclusión. Aunque estas intervenciones fueron importantes para las personas directamente beneficiadas, tenían un impacto limitado sobre las causas estructurales que generaban las violaciones.
Gradualmente, la jurisprudencia evolucionó hacia el reconocimiento de que ciertos problemas, como el hacinamiento carcelario o la falta de atención médica adecuada, constituyen fallas sistémicas que requieren respuestas integrales. Esta perspectiva ha llevado a la Sala a emitir órdenes de carácter general, dirigidas a corregir deficiencias estructurales del sistema penitenciario.
Esta evolución jurisprudencial refleja, a su vez, una comprensión más profunda del concepto de tratamientos degradantes. Mientras que inicialmente se focalizaba en actos específicos de violencia o negligencia, actualmente se reconoce que las condiciones sistémicas pueden generar formas de degradación humana igualmente graves y constitucionalmente intolerables.
El análisis de las prohibiciones del Artículo 40 en el contexto contemporáneo revela la persistencia de desafíos significativos para su implementación efectiva. El crecimiento de la población penitenciaria, las limitaciones presupuestarias, la presión social por respuestas punitivas más severas y la emergencia de nuevas formas de criminalidad plantean retos complejos al sistema de garantías constitucionales.
El hacinamiento carcelario continúa siendo el desafío más grave y persistente. A pesar de los pronunciamientos de la Sala Constitucional y las recomendaciones de organismos internacionales, las tasas de encarcelamiento siguen aumentando a un ritmo superior al crecimiento de la infraestructura penitenciaria. Esta tendencia sugiere la necesidad de reformas más profundas en la política criminal, que privilegien estrategias preventivas y alternativas al encarcelamiento.
La emergencia de nuevas formas de criminalidad, particularmente aquellas relacionadas con el crimen organizado transnacional, plantea presiones adicionales sobre el sistema de garantías. La demanda social por respuestas más eficaces a estos fenómenos puede generar tentaciones de flexibilizar las protecciones constitucionales, lo que hace más relevante que nunca la defensa rigurosa de los principios establecidos en el Artículo 40.
El análisis exhaustivo de las prohibiciones contenidas en el Artículo 40 de la Constitución Política de Costa Rica, examinadas desde la perspectiva de las garantías del debido proceso, permite afirmar la vigencia y relevancia contemporánea de estos principios fundamentales. En un contexto regional e internacional marcado por el endurecimiento de las políticas criminales y el crecimiento del populismo punitivo, Costa Rica mantiene un compromiso constitucional claro con un modelo de justicia penal humanista.
La prohibición de tratamientos crueles y degradantes, de penas perpetuas y de penas confiscatorias no constituye un obstáculo para la lucha eficaz contra la criminalidad, sino que define los parámetros dentro de los cuales esa lucha debe desarrollarse. Estos límites no son arbitrarios ni caprichosos; reflejan siglos de evolución del pensamiento jurídico y político sobre los límites legítimos del poder estatal y las condiciones mínimas de respeto a la dignidad humana.
La efectividad de las garantías constitucionales depende crucialmente de la actuación coordinada de las diferentes instituciones del Estado. La Sala Constitucional ha desempeñado un papel fundamental en el desarrollo de la doctrina y la supervisión del cumplimiento de las prohibiciones del Artículo 40, pero su labor debe complementarse con la acción decidida de otros actores institucionales.
El Poder Legislativo tiene la responsabilidad de asegurar que la legislación penal respete escrupulosamente los límites constitucionales, evitando la aprobación de normas que puedan derivar en penas perpetuas de facto o que autoricen tratamientos degradantes. La técnica legislativa en materia penal debe ser rigurosa y reflexiva, considerando no solo los efectos inmediatos de las normas sino también sus consecuencias a largo plazo sobre el sistema de garantías.
El Poder Ejecutivo, a través de sus dependencias penitenciarias y de seguridad, debe asegurar que las condiciones de reclusión respeten la dignidad humana y que los métodos de investigación criminal se mantengan dentro de los límites constitucionales. Esto requiere inversiones sostenidas en infraestructura penitenciaria, capacitación del personal y desarrollo de protocolos que prevengan los tratamientos crueles.
La protección efectiva de los derechos de las personas privadas de libertad requiere no solo de instituciones estatales competentes sino también de una sociedad civil vigilante y comprometida. Los organismos de derechos humanos, la academia, los medios de comunicación y las organizaciones sociales desempeñan un papel crucial en el monitoreo de las condiciones penitenciarias y en la denuncia de las violaciones a los derechos fundamentales.
La investigación académica, como la que se presenta en este estudio, contribuye a mantener vivo el debate sobre los principios que deben regir el sistema de justicia penal. Permite evaluar críticamente la jurisprudencia, identificar inconsistencias en la aplicación de los principios constitucionales y proponer reformas que fortalezcan la protección de los derechos humanos.
Costa Rica se encuentra en una encrucijada histórica en materia de política criminal. Las demandas legítimas de seguridad ciudadana presionan hacia el endurecimiento de las penas y la expansión del sistema penitenciario. Sin embargo, la experiencia internacional demuestra que las políticas puramente punitivas no solo son ineficaces para reducir la criminalidad sino que pueden generar efectos contraproducentes, aumentando la reincidencia y perpetuando ciclos de violencia.
Las prohibiciones del Artículo 40 de la Constitución Política ofrecen una oportunidad para repensar el modelo de justicia penal desde una perspectiva más integral. En lugar de constituir obstáculos para la seguridad ciudadana, pueden servir como guías para el desarrollo de políticas más eficaces, que combinen la sanción apropiada de los delitos con un compromiso genuino con la rehabilitación y la reinserción social.
El verdadero desafío no consiste en encontrar formas de eludir o flexibilizar estas garantías constitucionales, sino en desarrollar estrategias de prevención y control de la criminalidad que las respeten plenamente. Esto requiere creatividad, voluntad política y, sobre todo, la convicción de que la dignidad humana constituye un valor irrenunciable, incluso en las circunstancias más difíciles.
La prohibición de tratamientos crueles y degradantes, de penas perpetuas y de penas confiscatorias no es solo un conjunto de limitaciones técnicas al poder punitivo. Constituye una declaración de principios sobre el tipo de sociedad que Costa Rica aspira a ser: una sociedad que, sin renunciar a la justicia ni ignorar los derechos de las víctimas, mantiene su fe en la capacidad de transformación del ser humano y su rechazo a la exclusión definitiva de cualquiera de sus miembros.
En última instancia, la vigencia de estas garantías constitucionales depende del compromiso colectivo de la sociedad costarricense con los valores que las sustentan. Su defensa no es responsabilidad exclusiva de juristas o funcionarios públicos, sino una tarea que incumbe a toda la ciudadanía. Solo a través de este compromiso colectivo podrá Costa Rica mantener y fortalecer su tradición de respeto a los derechos humanos, incluso en las circunstancias más desafiantes.
La historia del constitucionalismo costarricense demuestra que es posible construir instituciones sólidas y eficaces que respeten escrupulosamente la dignidad humana. Las prohibiciones del Artículo 40 representan una herencia preciosa de esa tradición, un legado que las generaciones actuales tienen la responsabilidad de preservar y transmitir a las futuras. En un mundo donde los autoritarismos resurgen y los derechos humanos enfrentan amenazas crecientes, Costa Rica tiene la oportunidad de reafirmar su compromiso con un modelo de justicia verdaderamente humano.
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Bienvenidos a la Biblioteca Jurídica del Bufete de Costa Rica. En este episodio, ofrecemos un análisis jurídico sobre un pilar de nuestra democracia: el derecho fundamental a formar parte de los partidos políticos. Esta explicación legal explora las bases constitucionales, específicamente el artículo 98 de nuestra Constitución Política, y desglosa las normativas vigentes en el Código Electoral que regulan la afiliación y participación ciudadana. Profundizamos en los requisitos, limitaciones y el rol tutelar del Tribunal Supremo de Elecciones en la protección de esta libertad. Este es un estudio de derecho en profundidad, esencial para ciudadanos, estudiantes de derecho y cualquier profesional que requiera una comprensión cabal de la legislación actualizada y la jurisprudencia relevante en materia electoral. Nuestra firma legal presenta esta publicación para fortalecer el conocimiento sobre el derecho costarricense.
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