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El principio de reserva de ley constituye un elemento fundamental en la estructura jurídica del Estado Social y Democrático de Derecho costarricense. Este principio establece que ciertas materias esenciales solo pueden ser reguladas mediante ley formal emanada del Poder Legislativo, quedando vedado su tratamiento por normas inferiores. En otras palabras, las decisiones que afecten significativamente derechos, obligaciones o intereses públicos fundamentales deben adoptarse exclusivamente a través de leyes aprobadas por la Asamblea Legislativa, y no por decretos ejecutivos ni otras disposiciones administrativas.
Este principio se erige como pilar del Estado de Derecho, al garantizar que la creación de normas jurídicas en ámbitos sensitivos repose en la voluntad democrática expresada en el Parlamento y se sujete a procedimientos legislativos formales. Su relevancia doctrinal radica en que asegura la primacía de la ley y la sujeción de la actuación estatal al Derecho, previniendo la arbitrariedad y protegiendo la seguridad jurídica de los ciudadanos.
Desde una perspectiva teórica, la reserva de ley se fundamenta en varios postulados clásicos del constitucionalismo democrático. En primer lugar, refleja el principio de legalidad, según el cual los poderes públicos solo pueden actuar dentro del marco que las leyes les trazan. Si una materia está «reservada a la ley», significa que únicamente mediante un acto legislativo, expresión de la voluntad general, puede crearse o modificarse su regulación.
Esto garantiza un doble efecto garantista: por un lado, asegura la legitimidad democrática de las normas más importantes (al provenir de representantes electos); por otro, brinda certeza y publicidad, ya que las leyes pasan por debates públicos, requieren mayorías y se publican oficialmente, a diferencia de decisiones unilaterales de otras autoridades.
En segundo lugar, el principio refuerza la separación de poderes: delimita la esfera normativa del Legislativo e impide que el Ejecutivo u otro órgano invada competencias propias de aquel en asuntos cruciales. De este modo, se mantiene el equilibrio institucional, pues el Poder Ejecutivo queda subordinado al contenido de las leyes y no puede crear por sí mismo obligaciones, prohibiciones o gravámenes en temas reservados.
Un aspecto esencial de la fundamentación doctrinal es la conexión entre reserva de ley y protección de los derechos fundamentales. Clásicamente se ha sostenido que los derechos y libertades de las personas solo pueden ser limitados o reglamentados mediante ley, nunca por decisiones administrativas discrecionales. Esto obedece a que la ley, al ser producto del consenso democrático, opera como garantía de que eventuales restricciones a derechos responden al interés general y están definidas con certeza.
Por ejemplo, la exigencia «nullum tributum sine lege» (ningún tributo sin ley) y «nullum crimen nulla poena sine lege» (ningún delito ni pena sin ley previa) son manifestaciones concretas de este principio: solo la ley puede crear impuestos o tipificar delitos y penas, resguardando así la propiedad y la libertad personal frente a arbitrariedades.
En suma, en la doctrina constitucional el principio de reserva de ley combina un fundamento democrático (sujeción del poder al mandato popular expresado en leyes) y un fundamento garantista (reserva de las decisiones más delicadas a un procedimiento legislativo que ofrece mayores garantías de justicia, debate y razonabilidad).
Cabe destacar, además, que la reserva de ley presenta modalidades según el grado de exclusividad exigido. Se reconoce una reserva de ley absoluta cuando la Constitución exige que toda la regulación de cierta materia sea definida íntegramente por el legislador, sin admitir complementos vía reglamento. En tales casos, los órganos administrativos no pueden emitir normas sobre ese ámbito, quedando vacío jurídico si el legislador no actúa.
Por otro lado, la reserva de ley relativa implica que la ley fija las líneas esenciales de la materia (principios, condiciones básicas o límites fundamentales) pero permite que aspectos secundarios o técnicos se desarrollen mediante reglamentos u otras normas subordinadas. Incluso en esta modalidad, la ley marca los criterios y directrices a los que debe ceñirse la regulación inferior, de modo que lo esencial permanezca bajo control parlamentario.
En cualquiera de sus formas, la idea central es constante: lo sustancial corresponde a la ley. Este diseño normativo garantiza que el Estado Social y Democrático de Derecho se asiente sobre la primacía de la ley, evitando que el gobierno, por vías indirectas o administrativas, menoscabe la esfera de derechos o rebase los límites que solo el órgano legislativo está autorizado a establecer.
El principio de reserva de ley no es una noción moderna fortuita, sino el fruto de una evolución histórica profunda que consolidó la supremacía de la ley sobre la voluntad individual de los gobernantes. Sus orígenes se remontan a la Edad Media, cuando emergieron los primeros Parlamentos y Cortes que impusieron contrapesos al poder absoluto de los monarcas.
Un hito emblemático fue la Carta Magna inglesa de 1215, en la cual el rey aceptó restricciones a su autoridad, entre ellas la obligación de obtener el consentimiento del consejo del reino para crear ciertos impuestos. Aquella cláusula temprana –que impedía al monarca fijar tributos unilateralmente– sembró la idea de que determinadas decisiones que gravan o constriñen a los súbditos debían adoptarse con aprobación de un cuerpo colegiado representativo.
De igual forma, en diversos reinos medievales de Europa continental, las asambleas de estamentos reclamaron participación en la imposición de cargas públicas y en la promulgación de leyes generales, sentando las bases de la legalidad frente al imperio de la mera voluntad real.
Durante la Edad Moderna, especialmente a partir del siglo XVII, se afianzó la primacía del Parlamento en materia normativa, preparando el terreno para la formulación explícita del principio de reserva de ley. En Inglaterra, las revoluciones del siglo XVII y el Bill of Rights de 1689 consagraron que el rey no podía suspender leyes ni imponer tributos sin acuerdo parlamentario. Esta afirmación de la autoridad legislativa sobre asuntos fundamentales representó un paso crucial hacia el Estado de Derecho, al subordinar el poder ejecutivo a la ley emanada del representante popular.
Paralelamente, en otras latitudes, las ideas del Iluminismo abonaron el terreno teórico: pensadores contractualistas y jusnaturalistas defendieron que las leyes, expresión de la voluntad general, debían ser el único fundamento legítimo para limitar la libertad individual.
Un principio cardinal de las declaraciones de derechos de finales del siglo XVIII refleja esta convicción: todo lo que no está prohibido por la ley, está permitido, y ninguna persona puede ser coaccionada sino en virtud de la ley.
En efecto, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 proclamó que la libertad consiste en poder hacer cualquier cosa que no dañe a otro, y que solo la ley puede señalar esos límites necesarios. Este postulado revolucionario formalizó el concepto de que la ley es fuente exclusiva de restricciones a los derechos y que únicamente mediante leyes generales puede el Estado imponer deberes a los ciudadanos, desterrando las imposiciones arbitrarias.
Ya en el siglo XIX, el principio de reserva de ley echó raíces firmes en el constitucionalismo liberal y se universalizó gradualmente. Las constituciones escritas de las nacientes repúblicas –tanto en Europa como en América Latina– incorporaron disposiciones que atribuían a los órganos legislativos la competencia exclusiva para legislar en materias clave. Por ejemplo, muchas cartas fundamentales establecieron que los impuestos deben crearse por ley, que nadie puede ser penado sino en virtud de una ley previa, y que ciertos derechos solo pueden ser regulados mediante leyes orgánicas o formales.
En el caso de Hispanoamérica, influenciadas por textos fundacionales como la Constitución de Cádiz de 1812 y las doctrinas liberales europeas, las constituciones independentistas consagraron tempranamente la soberanía de la ley: los Congresos dictarían las normas generales y el Ejecutivo quedaría encargado solo de ejecutarlas dentro del marco legal.
Conforme avanzaba el siglo, incluso las monarquías constitucionales y los imperios adoptaron el principio de que el poder reglamentario del gobierno debía supeditarse a la ley. Se cristalizaba así el Estado de Derecho decimonónico, donde la ley ocupaba la cúspide de la jerarquía normativa y se consideraba garantía frente al despotismo.
Un desarrollo particularmente relevante fue el afianzamiento del principio de legalidad penal y tributaria. Inspirados por juristas y filósofos ilustrados, los Estados fueron reconociendo que declarar conductas delictivas o imponer cargas fiscales requería la intervención legislativa.
A mediados del siglo XIX ya era común que las constituciones incluyeran cláusulas del tipo: «no hay delito ni pena sin ley» y «ningún impuesto puede cobrarse sin ley que lo autorice». Estas cláusulas especializadas reforzaban el entendimiento general de la reserva de ley, extendiéndolo a todos los ámbitos en que estuvieran en juego los derechos fundamentales de las personas o los deberes más gravosos.
Hacia finales del siglo XIX, por tanto, el principio de reserva de ley se había consolidado como un principio jurídico universal en los regímenes constitucionales: se consideraba inseparable de la noción misma de Constitución escrita el que esta delimitara materias reservadas a la función legislativa.
Este legado histórico sería heredado y profundizado por las constituciones del siglo XX, pero incluso antes de entrar en esa centuria el cimiento estaba puesto –el gobierno de las leyes, y no de los hombres, implicaba que las decisiones cruciales debían emanar de la ley.
La evolución histórica del principio, desde los fueros medievales hasta las constituciones liberales, demuestra cómo se erigió en un elemento esencial para limitar el poder y proteger la libertad, sentando las bases del moderno Estado Social y Democrático de Derecho.
En el Derecho Constitucional costarricense, el principio de reserva de ley tiene plena vigencia y ocupa un lugar central en la estructura del Estado de Derecho instaurado por la Constitución de 1949. Si bien la Carta Fundamental de Costa Rica no utiliza expresamente la frase «reserva de ley» en sus disposiciones, consagra el concepto a través de varios artículos que delimitan con claridad qué materias requieren intervención legislativa y cómo debe ejercerse la potestad reglamentaria del Poder Ejecutivo.
Un punto de partida obligado es el Artículo 11 de la Constitución, que establece que los funcionarios públicos son «simples depositarios de la autoridad» y no pueden arrogarsi facultades que la ley no les haya conferido. Esta norma impone el principio de legalidad en la función pública: ninguna autoridad puede actuar sin base en una ley, lo que en la práctica significa que las competencias y atribuciones estatales provienen del Legislativo.
Vinculado a ello, el Artículo 28 consagra para los particulares una garantía general de libertad bajo la ley, al disponer que nadie puede ser inquietado ni perseguido por la manifestación de sus opiniones ni por acto alguno que no infrinja la ley. Esta disposición implica que cualquier restricción o consecuencia jurídica adversa hacia una persona debe fundarse en una ley previa; de lo contrario, sus actos son libres y no susceptibles de sanción.
Ambos preceptos, leídos en conjunto, reflejan la esencia del principio de reserva de ley: por un lado, el Estado solo puede actuar cuando una ley lo faculta; por otro, los ciudadanos solo ven limitadas sus libertades cuando una ley expresamente lo dispone.
La Constitución Política de Costa Rica delimita varias materias de reserva legal de forma explícita. El Artículo 121 enumera las competencias exclusivas de la Asamblea Legislativa, dejando claro que ciertos actos solo pueden materializarse mediante ley. Por ejemplo, corresponde únicamente al Parlamento «establecer los impuestos y contribuciones nacionales, y autorizar los municipales».
Esta reserva tributaria constitucional prohíbe al Poder Ejecutivo crear nuevos tributos, tasas o cargas financieras mediante decretos u otras vías, asegurando el principio democrático de «no taxation without representation» (ningún impuesto sin representación) en el ámbito nacional.
De igual modo, el artículo 121 exige ley para autorizar empréstitos, para decretar la enajenación de bienes del Estado, para aprobar contratos administrativos de cierta naturaleza y otros asuntos medulares de la hacienda pública y la organización estatal. Cada uno de estos incisos funciona como una cláusula de reserva de ley, atribuyendo al Poder Legislativo la decisión última en temas que afectan los intereses generales de la República.
Así, en Costa Rica no puede haber gravámenes, obligaciones financieras públicas, concesiones importantes ni alteraciones institucionales sin la aprobación previa de la Asamblea Legislativa mediante el procedimiento previsto en la Constitución.
Otro ejemplo significativo es el campo del Derecho Penal y de las sanciones, donde la reserva de ley es absoluta. Si bien la Constitución costarricense no enumera en un solo artículo todos los alcances del principio de legalidad penal, sí lo afirma en disposiciones específicas: el Artículo 39 (ubicado en la sección de garantías individuales) dispone que a nadie se impondrá pena sino por delito, cuasidelito o falta previamente tipificado en ley, mediante sentencia firme de autoridad competente.
Esta cláusula recoge el principio universal de que solo la ley puede definir qué conductas son punibles y qué sanciones corresponden, proscribiendo la creación de delitos por vía reglamentaria o la aplicación de penas no establecidas en ley. En armonía con ello, el poder punitivo del Estado en Costa Rica solo se puede ejercer dentro del marco de un código o ley penal aprobada por el Legislativo, lo que brinda a los ciudadanos certeza jurídica sobre las consecuencias de sus actos y previene abusos del Ejecutivo en materia de represión.
Asimismo, la reserva de ley en derechos fundamentales se ve reflejada en diversos preceptos constitucionales: por ejemplo, la inviolabilidad de la propiedad privada en el Artículo 45 implica que nadie puede ser privado de sus bienes sino por interés público legalmente comprobado y previa indemnización conforme a la ley.
Es decir, una expropiación solo es legítima si está autorizada por una ley que establezca las causas de utilidad pública y el procedimiento indemnizatorio, lo que protege el derecho de propiedad frente a injerencias arbitrarias. De igual forma, restricciones a libertades públicas (como la libertad de reunión, de expresión, de tránsito) deben apoyarse en leyes formales que definan cuándo y cómo pueden imponerse límites, siempre respetando el contenido esencial de esos derechos.
Estas exigencias muestran cómo el constituyente costarricense depositó en la ley –y solo en la ley– la potestad de regular las condiciones de ejercicio y las posibles limitaciones de los derechos fundamentales.
En la práctica costarricense, el Poder Judicial, y en particular la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, ha sido guardián celoso del principio de reserva de ley. A través de su jurisprudencia, la Sala ha reiterado que cuando la Constitución o el ordenamiento jurídico asignan una materia a la ley, cualquier regulación que emane de una fuente inferior resulta inconstitucional.
Por ejemplo, la Sala Constitucional ha anulado reglamentos ejecutivos que pretendían establecer nuevos tributos, fijar sanciones administrativas gravosas o modificar derechos laborales, bajo la premisa de que esas materias estaban reservadas al legislador. También ha declarado inválidas porciones de leyes que delegaban de forma excesiva facultades normativas en el Ejecutivo sin delimitar adecuadamente los criterios, por estimar que tal delegación en blanco vulnera la reserva de ley.
En sus decisiones, este tribunal ha enfatizado que el contenido esencial de los derechos y las obligaciones fundamentales no puede definirse en instancias ajenas al proceso legislativo. Así, por ejemplo, se ha señalado que los elementos esenciales de un impuesto (hecho generador, sujeto pasivo, tarifa, eventuales exoneraciones) deben estar determinados en la ley que lo crea; el reglamento solo puede desarrollar aspectos operativos, nunca alterar o añadir cargas que la ley no contemple.
De igual modo, en materia de derechos, la Sala ha indicado que un reglamento no puede introducir restricciones nuevas o más severas que las fijadas por la ley bajo cuya potestad se dicta, so pena de violentar no solo la jerarquía normativa, sino específicamente el principio de reserva legal en el ámbito de las libertades públicas.
La legislación ordinaria costarricense refuerza expresamente esta doctrina. La Ley General de la Administración Pública (LGAP), en su artículo 19, consagra que el régimen jurídico de los derechos fundamentales «estará reservado a la ley, sin perjuicio de los reglamentos ejecutivos correspondientes», a la vez que prohíbe los reglamentos autónomos en dicha materia.
Esto significa que el desarrollo o reglamentación administrativa de los derechos constitucionales solo es válida en la medida en que exista una ley previa que sirva de parámetro y la habilite; cualquier reglamento emitido sin base legal, o extralimitándose de los lineamientos fijados por la ley, carece de validez. La LGAP, al plasmar en norma expresa el principio de reserva de ley, ha servido de guía tanto para la propia Administración Pública como para el control jurisdiccional.
Gracias a ello, en Costa Rica la potestad reglamentaria del Poder Ejecutivo se entiende limitada: el Ejecutivo puede emitir reglamentos para ejecutar las leyes (artículo 140 inciso 18 de la Constitución le otorga esa función), pero no puede invadir ámbitos reservados a la ley ni contradecir las determinaciones legislativas.
Incluso en situaciones extraordinarias, como los estados de excepción o suspensión de garantías, la Constitución exige la intervención legislativa. Ciertamente, el Artículo 121 inciso 7 faculta al Congreso a suspender temporalmente derechos y garantías en caso de invasión, guerra, rebelión u otra emergencia grave, estableciendo las condiciones y el plazo de tal suspensión.
Si el Poder Ejecutivo, durante el receso parlamentario, decreta una suspensión de derechos por urgencia (Artículo 140 inciso 4), dicho decreto equivale a una convocatoria inmediata de la Asamblea Legislativa, que debe reunirse en 48 horas para ratificar o revocar la medida.
Esta mecánica refleja con nitidez la filosofía subyacente: aun en momentos de crisis, la última palabra recae en la ley aprobada por los representantes populares, reafirmando que la reserva de ley opera como salvaguarda frente a posibles excesos del poder público.
La aplicación del principio de reserva de ley en Costa Rica se manifiesta en un entramado constitucional y legal que exige la intervención del Legislativo en las decisiones de mayor trascendencia. La Constitución Política, la jurisprudencia de la Sala Constitucional y las leyes marco (como la LGAP) convergen en resaltar que el poder estatal está limitado por la ley en todos aquellos aspectos donde están en juego los derechos ciudadanos, las cargas públicas o la estructura básica del Estado.
Esta realidad jurídica ha contribuido a consolidar un Estado costarricense plenamente sometido al Derecho, donde la legalidad y la democracia marchan de la mano: las leyes, fruto del debate y el consenso, dirigen el rumbo de la administración pública y establecen las fronteras infranqueables que la autoridad no puede sobrepasar.
A la luz de todo lo expuesto, el principio de reserva de ley emerge incuestionablemente como un pilar fundamental del Estado Social y Democrático de Derecho en Costa Rica. Su importancia radica en que actúa como garante permanente de la legalidad, de la democracia y de los derechos humanos dentro del ordenamiento costarricense.
Gracias a este principio, las decisiones estatales más delicadas –aquellas que crean obligaciones a los ciudadanos, que restringen sus libertades o que definen las políticas públicas esenciales– no pueden tomarse de manera unilateral ni apresurada, sino que requieren el concurso deliberativo del Poder Legislativo. Ello robustece la legitimidad de las normas y refuerza la confianza de la ciudadanía en que las reglas que rigen la vida social no provienen del capricho de un gobernante, sino de la representación popular y de la racionalidad jurídica.
En un país como Costa Rica, con una arraigada tradición institucional y garantista, la reserva de ley ha servido para limitar el poder público, recordándole constantemente a la administración que sus actuaciones deben estar fundadas en la ley y orientadas al bien común dentro del marco constitucional.
Asimismo, el principio de reserva de ley contribuye decisivamente a la protección de los derechos fundamentales. Al exigir que solo mediante ley se puedan establecer restricciones o condicionamientos a esos derechos, se asegura un nivel elevado de escrutinio, debate y justificación antes de afectar la esfera jurídica de las personas. Esto ha sido clave para mantener un equilibrio entre las necesarias facultades de intervención del Estado en lo social (propias de un Estado Social de Derecho) y la garantía de las libertades individuales y colectivas en una democracia.
La reserva de ley funciona, en este sentido, como una cláusula de cierre del sistema de garantías: previene excesos y abusos al imponer un procedimiento y una fuente específica (la ley formal) para cualquier acto que pretenda imponer deberes o limitar derechos. Solo así se logra que el imperio de la ley no sea una consigna vacía, sino una realidad palpable en la convivencia cotidiana.
El ordenamiento constitucional costarricense ha hecho del principio de reserva de ley uno de sus ejes vertebrales, asegurando con ello que Costa Rica se conduzca conforme a un Estado de Derecho efectivo, donde rigen la seguridad jurídica, la responsabilidad democrática y el respeto a la dignidad humana.
Este principio, forjado por la historia y aplicado con rigor en la práctica jurídica nacional, continuará siendo un estandarte del fortalecimiento institucional: un recordatorio permanente de que en Costa Rica el poder tiene límites jurídicos claros y que la ley –fruto de la voluntad popular– es la herramienta suprema para organizar la sociedad, tutelar los derechos y encauzar la acción del Estado.
Como resultado, el principio de reserva de ley no solo tiene relevancia teórica, sino que se proyecta cotidianamente en la vida republicana, afianzando la confianza en las instituciones y consolidando el carácter social y democrático del Estado de Derecho costarricense.
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