

El ordenamiento jurídico costarricense ha desarrollado una sofisticada conceptualización de los «grupos de especial protección», categoría que trasciende las visiones paternalistas tradicionales para establecerse como un reconocimiento jurídico fundamental de las desigualdades estructurales que afectan a determinados sectores de la población. Esta clasificación, lejos de constituir una manifestación de caridad estatal o una concesión graciosa del legislador, representa la materialización del principio de igualdad material consagrado en los más avanzados instrumentos del Derecho Internacional de los Derechos Humanos.
Las personas con discapacidad ocupan un lugar central dentro de esta categorización, lo que genera obligaciones estatales reforzadas y de carácter proactivo. Esta inclusión no obedece a una perspectiva que considere a los discapacitados como sujetos incapaces de autodeterminación, sino al reconocimiento de que existen barreras sistémicas —arquitectónicas, actitudinales, comunicacionales y sociales— que han limitado históricamente su participación plena en la sociedad.
La comprensión de la discapacidad en Costa Rica ha experimentado una transformación paradigmática de proporciones históricas. El modelo médico-rehabilitador, que durante décadas conceptualizó la discapacidad como una patología individual susceptible de «corrección» mediante intervención médica, ha sido desplazado por el modelo social y de derechos humanos consagrado en la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad.
Este cambio conceptual resulta revolucionario porque traslada el foco de atención desde las limitaciones individuales hacia las barreras sociales que impiden la participación. Bajo esta nueva perspectiva, una persona con discapacidad visual no experimenta limitaciones por su condición sensorial per se, sino por la ausencia de señalización en Braille, la falta de tecnologías de apoyo o las actitudes discriminatorias del entorno. La discapacidad, entonces, se configura como el resultado de la interacción entre las deficiencias funcionales y un entorno que no ha sido diseñado para la diversidad humana.
El marco normativo que protege los derechos de las personas discapacitadas en Costa Rica presenta una estructura jerárquica que garantiza coherencia y complementariedad entre sus diversos componentes. En la cúspide del sistema se ubica la Constitución Política, cuyos artículos 33 y 51 establecen los fundamentos de igualdad y protección especial que irrigan todo el ordenamiento jurídico.
El denominado «bloque de convencionalidad» ocupa el segundo nivel jerárquico, conformado por tratados internacionales de derechos humanos que, conforme al artículo 7 constitucional, ostentan rango superior a las leyes ordinarias. La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad y la Convención Interamericana para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra las Personas con Discapacidad constituyen los pilares fundamentales de este bloque normativo.
Finalmente, la legislación interna de desarrollo —encabezada por la Ley de Igualdad de Oportunidades para las Personas con Discapacidad y la Ley para la Promoción de la Autonomía Personal— operacionaliza los principios y obligaciones emanados de las normas superiores, creando mecanismos concretos para su materialización práctica.
El artículo 33 de la Constitución Política establece que «Toda persona es igual ante la ley y no podrá practicarse discriminación alguna contraria a la dignidad humana». Esta disposición trasciende la concepción clásica de igualdad formal para abrazar un concepto más complejo y exigente: la igualdad material o sustantiva.
La jurisprudencia constitucional ha interpretado consistentemente que la verdadera igualdad no consiste en tratar a todos de manera idéntica —lo que podría perpetuar desigualdades preexistentes— sino en reconocer y compensar las diferencias que colocan a ciertos grupos en desventaja estructural. Para las personas con discapacidad, esto implica que el Estado no solo debe abstenerse de discriminar, sino que está obligado a implementar medidas de acción afirmativa que nivelen el campo de juego social.
Esta interpretación encuentra su fundamento teórico en la doctrina más avanzada de los derechos humanos, que distingue entre igualdad formal (mismo trato) e igualdad sustantiva (trato diferenciado para lograr resultados equitativos). Una persona con discapacidad motriz que requiere una rampa para acceder a un edificio público no está solicitando un privilegio, sino ejerciendo su derecho a la igualdad material de acceso a los servicios estatales.
El artículo 51 constitucional, tras su reforma, incluye expresamente a las personas con discapacidad entre los grupos que «tendrán derecho a la protección especial del Estado». Esta inclusión constitucional no es meramente declarativa; genera obligaciones jurídicas concretas y exigibles que transforman la relación entre el Estado y esta población.
La protección especial constitucional debe entenderse como un mandato de discriminación positiva que legitima y exige la adopción de medidas preferenciales. No se trata de paternalismo estatal, sino del reconocimiento de que la neutralidad del Estado frente a situaciones de desigualdad estructural perpetúa y agrava la exclusión social.
La interacción entre los artículos 33 y 51 constitucionales crea un sistema de obligaciones duales que se refuerzan mutuamente. El artículo 33 impone deberes negativos (no discriminar, derogar normativa discriminatoria) mientras que el artículo 51 establece deberes positivos (diseñar políticas públicas específicas, asignar recursos preferenciales, crear servicios especializados).
Esta dualidad resuelve una aparente tensión conceptual: ¿cómo puede el Estado tratar de manera diferenciada a las personas con discapacidad sin violar el principio de igualdad? La respuesta radica en que la protección especial no contradice la igualdad, sino que la materializa. Las medidas preferenciales para discapacitados no constituyen privilegios arbitrarios, sino instrumentos constitucionalmente exigidos para alcanzar la igualdad real.
La ratificación de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad mediante la Ley N° 8661 marcó un hito en la evolución del ordenamiento jurídico costarricense. Este instrumento internacional no se limitó a complementar la normativa interna existente; provocó una reconfiguración paradigmática que obligó a repensar conceptos fundamentales como capacidad jurídica, autonomía personal y participación social.
El artículo 3 de la Convención establece principios que han permeado todo el sistema jurídico costarricense. El respeto por la dignidad inherente y la autonomía individual desafía concepciones paternalistas que históricamente han caracterizado las políticas hacia personas discapacitadas.
La participación plena y efectiva en la sociedad exige que estas personas no sean meros beneficiarios pasivos de programas asistenciales, sino protagonistas activos de su propio desarrollo.
El principio de accesibilidad universal, consagrado en el artículo 9 de la Convención, ha revolucionado la planificación urbana y arquitectónica en Costa Rica. Ya no es suficiente construir edificios «para personas normales» y posteriormente adaptarlos; se exige el diseño universal desde la concepción inicial del proyecto.
La Convención introduce en el ordenamiento jurídico costarricense definiciones que han transformado la práctica administrativa y judicial. Los «ajustes razonables» —modificaciones necesarias y adecuadas que no impongan una carga desproporcionada— han establecido un estándar objetivo para evaluar las obligaciones de empleadores, instituciones educativas y prestadores de servicios públicos.
El concepto de «diseño universal» ha elevado significativamente los estándares de accesibilidad al exigir que productos, entornos y servicios sean utilizables por todas las personas sin necesidad de adaptaciones posteriores. Esta aproximación proactiva contrasta con el modelo reactivo de adaptaciones individuales que caracterizó las políticas anteriores.
La Convención Interamericana para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra las Personas con Discapacidad, aprobada por Ley N° 7948, refuerza el marco regional de protección con énfasis en la integración social y la eliminación progresiva de barreras.
Este instrumento regional presenta particular relevancia por su enfoque en las dimensiones económicas y sociales de la discriminación. Su artículo III establece compromisos específicos en áreas como empleo, transporte y comunicaciones, creando obligaciones concretas que han servido de base para el desarrollo de la legislación interna.
La ratificación de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad generó una antinomia jurídica insalvable con el régimen de interdicción civil vigente en el Código Civil. El artículo 12 de la Convención, que reconoce la capacidad jurídica en igualdad de condiciones, resultaba incompatible con un sistema que permitía declarar a las personas «incapaces» y sustituir completamente su voluntad.
Esta contradicción no era meramente técnica; reflejaba una tensión fundamental entre dos concepciones antagónicas de la discapacidad. El régimen de interdicción se basaba en la presunción de incapacidad y la necesidad de protección mediante sustitución de la voluntad. La Convención, por el contrario, presume la capacidad y exige el respeto por la autonomía mediante sistemas de apoyo.
La resolución de esta antinomia a través de la Ley N° 9379 no fue una opción legislativa discrecional, sino una obligación jurídica derivada del principio de jerarquía normativa. La derogación del régimen de interdicción y su reemplazo por un sistema de apoyos constituyó el cumplimiento necesario de los compromisos internacionales asumidos por Costa Rica.
El régimen de interdicción civil que imperó en Costa Rica hasta la promulgación de la Ley N° 9379 se fundamentaba en una concepción binaria de la capacidad: las personas eran consideradas plenamente capaces o completamente incapaces, sin reconocer gradaciones intermedias o necesidades diferenciadas de apoyo.
Este sistema operaba mediante un procedimiento judicial que podía culminar en la declaratoria de «interdicción», figura que conllevaba la privación total de la capacidad de actuar y el nombramiento de un «curador» investido de amplias facultades para sustituir la voluntad de la persona declarada interdicta. Las consecuencias de esta declaratoria trascendían el ámbito patrimonial para abarcar decisiones íntimas como el lugar de residencia, las relaciones personales y las opciones de tratamiento médico.
El modelo de interdicción presentaba deficiencias estructurales que lo hacían incompatible con los principios de dignidad humana y autonomía personal. En primer lugar, su carácter absoluto e indivisible ignoraba la realidad de que las personas pueden presentar diferentes niveles de capacidad según el tipo de decisión involucrada. Una persona con discapacidad intelectual podría requerir apoyo para comprender un contrato complejo, pero ser perfectamente capaz de decidir qué ropa usar o con quién mantener relaciones de amistad.
En segundo lugar, el sistema de curatela carecía de mecanismos efectivos de supervisión y control, lo que creaba condiciones propicias para el abuso y la explotación. El curador, investido de poderes omnímodos, podía tomar decisiones contrarias a los deseos expresos de la persona sin que existieran salvaguardias adecuadas para prevenir estos abusos.
Finalmente, la interdicción conllevaba una estigmatización social devastadora que trascendía sus efectos jurídicos formales. Las personas declaradas interdictas eran percibidas socialmente como «incapaces absolutos», lo que reforzaba estereotipos negativos y limitaba sus oportunidades de desarrollo personal y social.
La Ley para la Promoción de la Autonomía Personal de las Personas con Discapacidad representa una revolución conceptual en el ordenamiento jurídico costarricense. Su promulgación en 2016 no constituye una simple reforma legislativa, sino la materialización de un cambio paradigmático que coloca la autonomía personal en el centro del sistema de protección.
El artículo 5 de la Ley N° 9379 establece categóricamente que «Todas las personas con discapacidad gozan plenamente de igualdad jurídica», principio que implica el reconocimiento universal de tres elementos fundamentales: personalidad jurídica (ser sujeto de derechos), capacidad jurídica (ser titular de derechos) y capacidad de actuar (ejercer esos derechos).
Este reconocimiento trasciende la mera declaración formal para establecer una presunción legal de capacidad que invierte completamente la lógica del sistema anterior. Bajo el nuevo paradigma, todas las personas con discapacidad son presumidas capaces hasta que se demuestre la necesidad específica de apoyo en determinadas áreas de decisión.
La «salvaguardia» constituye la institución central del nuevo modelo. A diferencia de la interdicción, que operaba como una declaratoria absoluta de incapacidad, la salvaguardia es un mecanismo judicial personalizado que busca garantizar el ejercicio seguro de los derechos respetando la voluntad y preferencias de la persona.
El procedimiento de salvaguardia se rige por principios que contrastan radicalmente con el sistema anterior: proporcionalidad (las medidas deben ser adecuadas a las necesidades específicas), temporalidad (deben ser revisadas periódicamente), y subsidiariedade (solo proceden cuando no existen alternativas menos restrictivas).
El «garante para la igualdad jurídica» reemplaza al curador tradicional con una función completamente diferente. Mientras el curador sustituía la voluntad de la persona interdicta, el garante la apoya en la toma de decisiones respetando su autonomía y preferencias.
El artículo 11 de la Ley N° 9379 establece obligaciones específicas para el garante que reflejan este cambio conceptual: no puede actuar sin considerar la voluntad de la persona, no puede ejercer influencia indebida, no puede brindar consentimiento informado en sustitución (salvo excepciones calificadas) y debe proteger la privacidad de la persona apoyada.
La Ley N° 9379 introduce una distinción fundamental entre el «garante para la igualdad jurídica» y el «asistente personal humano», separación que resulta crucial para desmantelar prejuicios arraigados en los modelos paternalistas anteriores.
El garante proporciona apoyo para el ejercicio de la capacidad jurídica, es decir, para la realización de actos con efectos legales como celebrar contratos, aceptar herencias o tomar decisiones médicas complejas. Su función se circunscribe al ámbito de los derechos y obligaciones jurídicas.
El asistente personal, por su parte, brinda apoyo para actividades de la vida diaria como alimentación, higiene, movilización o comunicación. Su función se relaciona con la autonomía fáctica, no con la capacidad jurídica.
Esta separación conceptual desafía el prejuicio histórico que asociaba automáticamente la dependencia física con la incapacidad legal. Una persona con discapacidad física severa puede requerir asistencia para actividades básicas pero mantener plena capacidad para tomar decisiones financieras o legales. Inversamente, una persona con discapacidad psicosocial puede no necesitar apoyo físico alguno pero beneficiarse del acompañamiento de un garante para comprender documentos complejos.
La Ley de Igualdad de Oportunidades para las Personas con Discapacidad estableció un marco comprensivo para garantizar la accesibilidad universal, reconociendo que la participación social resulta imposible sin un entorno físico, comunicacional y social inclusivo.
Los artículos 41 al 44 de la Ley N° 7600 establecen obligaciones específicas para la eliminación de barreras arquitectónicas en construcciones nuevas, ampliaciones y remodelaciones. Estas disposiciones trascienden la visión simplista de «agregar rampas» para abrazar una concepción integral de diseño accesible.
La normativa exige que las edificaciones públicas y privadas de servicio al público cumplan especificaciones técnicas detalladas que consideran diferentes tipos de discapacidad. Esto incluye anchos mínimos de puertas y pasillos, alturas adecuadas de mostradores y ventanillas, señalización táctil y visual, y sistemas de alarma que combinen alertas sonoras y luminosas.
La reserva del 5% de espacios de estacionamiento para vehículos que transporten personas discapacitadas no constituye una concesión graciosa, sino el reconocimiento de que la movilidad es un prerrequisito para el ejercicio de otros derechos fundamentales. Estos espacios deben ubicarse en las zonas más próximas a los accesos principales y contar con las dimensiones adecuadas para permitir el descenso de usuarios de sillas de ruedas.
La accesibilidad del transporte público constituye un derecho instrumental que habilita el ejercicio de otros derechos como el trabajo, la educación y la participación social. Los artículos 45 al 49 de la Ley N° 7600 establecen obligaciones progresivas para adaptar el sistema de transporte colectivo.
La implementación de estas disposiciones ha enfrentado resistencias significativas por parte de operadores privados que alegaban imposibilidad técnica o económica. Sin embargo, la jurisprudencia constitucional ha sido categórica al establecer que la accesibilidad del transporte público no es una meta aspiracional, sino una obligación inmediata del Estado.
La exigencia de incluir un 10% de taxis adaptados en las licitaciones refleja el reconocimiento de que las personas con discapacidad requieren opciones de transporte diferenciadas que atiendan sus necesidades específicas de movilidad.
Los artículos 50 al 53 de la Ley N° 7600 abordan las barreras comunicacionales que históricamente han excluido a las personas con discapacidad sensorial del acceso a la información. La obligación de proporcionar intérpretes de Lengua de Señas Costarricense (LESCO) en programas informativos televisivos reconoce que la información es un bien público que debe ser accesible para toda la ciudadanía.
La exigencia de que bibliotecas y servicios telefónicos públicos sean accesibles refleja una comprensión amplia de los derechos comunicacionales que trasciende los medios tradicionales para abarcar las nuevas tecnologías de información.
El derecho a la educación inclusiva constituye uno de los pilares fundamentales del sistema de protección establecido por la Ley N° 7600. Los artículos 14 al 22 consagran el principio de no exclusión educativa y establecen obligaciones específicas para garantizar que ninguna persona sea segregada del sistema educativo regular por motivos de discapacidad.
La ley establece categóricamente que todas las personas con discapacidad tienen derecho a acceder al sistema educativo regular, desde la estimulación temprana hasta la educación superior. Este principio implica una presunción de educabilidad que invierte la carga de la prueba: no corresponde a la persona demostrar que puede aprender, sino al sistema educativo demostrar que ha agotado todas las adaptaciones razonables antes de considerar modalidades educativas segregadas.
La inclusión educativa no se limita al acceso físico a las aulas regulares; exige transformaciones pedagógicas, curriculares y actitudinales que reconozcan y valoren la diversidad como un recurso educativo. Los estudiantes con discapacidad no deben «adaptarse» a un sistema rígido, sino que el sistema debe flexibilizarse para acomodar diferentes estilos y ritmos de aprendizaje.
El artículo 17 de la Ley N° 7600 obliga a los centros educativos a proporcionar los apoyos necesarios para que el derecho a la educación sea efectivo. Estos apoyos abarcan múltiples dimensiones: recursos humanos especializados (docentes de apoyo, terapeutas, intérpretes), adecuaciones curriculares (modificaciones en objetivos, contenidos y metodologías), adaptaciones en los procesos de evaluación, y provisión de recursos didácticos especializados.
Las adecuaciones curriculares deben ser significativas pero no discriminatorias. Esto significa que pueden modificarse las metodologías de enseñanza y los instrumentos de evaluación, pero no pueden rebajarse los estándares de calidad educativa de manera que se generen «títulos de segunda clase» para estudiantes con discapacidad.
La Sala Constitucional ha desempeñado un papel fundamental en la garantía del derecho a la educación inclusiva, emitiendo numerosas resoluciones que han ordenado al Ministerio de Educación Pública y a centros educativos privados el cumplimiento de sus obligaciones legales.
Estas resoluciones han establecido precedentes importantes: la obligación de proporcionar servicios de apoyo no puede condicionarse a la disponibilidad presupuestaria, los centros educativos privados están sujetos a las mismas obligaciones que los públicos en materia de inclusión, y la falta de capacitación del personal docente no justifica la exclusión de estudiantes con discapacidad.
Los artículos 23 al 30 de la Ley N° 7600 desarrollan el derecho al trabajo de las personas con discapacidad, reconociendo que el empleo constituye un medio fundamental para la autonomía económica, la realización personal y la participación social.
El artículo 24 define específicamente como actos de discriminación laboral el empleo de mecanismos de selección no adaptados, la exigencia de requisitos adicionales no relacionados con las competencias del puesto, y la negativa a contratar a una persona idónea por motivos de discapacidad.
Esta definición reconoce que la discriminación laboral no siempre es explícita o intencional; puede manifestarse a través de procesos de selección que, aunque formalmente neutros, tienen efectos discriminatorios. Por ejemplo, exigir una prueba escrita a mano para un puesto que no requiere escritura manual constituye discriminación indirecta hacia personas con discapacidad motriz.
La obligación patronal de proporcionar ajustes razonables constituye una de las innovaciones más significativas en el derecho laboral costarricense. Estos ajustes pueden incluir modificaciones en el espacio físico de trabajo, adaptación de herramientas y equipos, flexibilización de horarios, y redistribución de tareas no esenciales.
El concepto de «razonabilidad» introduce un equilibrio entre los derechos de las personas con discapacidad y las capacidades económicas de los empleadores. Los ajustes no pueden imponer una «carga desproporcionada» que comprometa la viabilidad económica de la empresa, pero esta excepción debe interpretarse restrictivamente para evitar que se convierta en una cláusula de escape general.
Los artículos 31 al 40 de la Ley N° 7600 establecen el marco normativo para garantizar el acceso equitativo a los servicios de salud, prohibiendo cualquier forma de discriminación en la prestación de estos servicios esenciales.
La ley prohíbe expresamente negar servicios de salud, ofrecerlos con calidad inferior, o derivar a las personas con discapacidad a centros diferentes por motivos discriminatorios. Esta prohibición reconoce que la discriminación en salud puede ser particularmente grave dado el carácter vital de estos servicios.
La obligación de la Caja Costarricense de Seguro Social de ofrecer servicios de habilitación y rehabilitación de igual calidad en todas las regiones busca evitar la centralización de servicios especializados que obliga a las personas de áreas rurales a trasladarse a San José para recibir atención.
Aunque la Ley N° 7600 no desarrolla extensamente el tema del consentimiento informado, su espíritu se complementa con otras disposiciones del ordenamiento jurídico que reconocen la autonomía de las personas con discapacidad como pacientes.
El artículo 46 del Código Civil reconoce el derecho de toda persona a negarse a un tratamiento médico, derecho que debe ejercerse sin discriminación por motivos de discapacidad. La combinación de esta disposición con las obligaciones del garante establecidas en la Ley N° 9379 refuerza la autonomía de las personas discapacitadas en las decisiones sobre su salud e integridad corporal.
El acceso a la justicia constituye un derecho habilitante fundamental que permite la exigibilidad y protección de todos los demás derechos. Reconociendo las barreras específicas que enfrentan las personas con discapacidad en el sistema judicial, la legislación costarricense ha desarrollado un marco comprensivo de garantías procesales.
La adición del capítulo VIII a la Ley N° 7600 (artículos 56-68) establece la obligación de todos los operadores del sistema judicial —jueces, fiscales, defensores, personal administrativo— de ofrecer los ajustes razonables necesarios para garantizar la participación efectiva de las personas con discapacidad en todas las etapas del proceso.
Estos ajustes trascienden las adaptaciones físicas para abarcar modificaciones procedimentales que respeten las diferentes formas de comunicación y comprensión. Para personas con discapacidad auditiva, esto puede incluir la provisión de intérpretes de LESCO o la autorización para que un familiar transmita información en la modalidad comunicativa que la persona comprenda mejor.
Para personas con discapacidad intelectual, los ajustes pueden incluir la reformulación de preguntas en lenguaje sencillo, la provisión de tiempo adicional para responder, y la explicación detallada de los procedimientos y sus consecuencias. Para personas con discapacidad visual, pueden incluir la disponibilidad de documentos en Braille o formato digital accesible.
El Código Procesal de Familia (Ley N° 9747) refuerza estas garantías en un ámbito particularmente sensible donde frecuentemente se discuten derechos fundamentales de personas con discapacidad. Su artículo 8 establece explícitamente el deber de garantizar el acceso mediante ajustes de procedimiento y formas alternativas de comunicación.
La posibilidad de que el Consejo Nacional de Personas con Discapacidad (CONAPDIS) intervenga como interviniente institucional (artículo 39) representa un mecanismo innovador para asegurar que la perspectiva de derechos humanos esté presente en procesos que tradicionalmente se han caracterizado por enfoques paternalistas.
La implementación efectiva de estas garantías requiere una transformación cultural profunda en la práctica judicial. Los operadores deben superar prejuicios arraigados que presumen incapacidad o falta de credibilidad en las personas con discapacidad, especialmente en aquellas con discapacidad intelectual o psicosocial.
La formación judicial especializada debe enfocarse no solo en las obligaciones legales formales, sino en el desarrollo de competencias para interactuar respetuosamente con personas que utilizan formas de comunicación no convencionales o que procesan la información de manera diferente.
La participación en la vida política constituye la expresión más elevada de la ciudadanía y un derecho fundamental que durante décadas fue negado sistemáticamente a las personas con discapacidad a través del mecanismo de la interdicción civil.
La figura de la interdicción conllevaba automáticamente la suspensión de los derechos políticos, basándose en la presunción de que las personas declaradas «incapaces» no podían participar en la toma de decisiones democráticas. Esta exclusión afectaba no solo el derecho al sufragio, sino también la elegibilidad para cargos públicos y la participación en organizaciones políticas.
La promulgación de la Ley N° 9379 eliminó completamente esta exclusión. Su Transitorio I ordenó al Tribunal Supremo de Elecciones reinscribir en el padrón electoral a todas las personas que hubieran sido excluidas por sentencias de interdicción, restituyendo inmediatamente su plena ciudadanía política.
Más allá de la restauración formal del derecho al sufragio, el Estado tiene la obligación de garantizar que los procedimientos, instalaciones y materiales electorales sean accesibles. Esto implica que los recintos de votación deben ser físicamente accesibles, que deben disponerse plantillas en Braille para personas con discapacidad visual, y que debe proporcionarse asistencia para votar cuando la persona así lo solicite.
La asistencia para votar plantea tensiones complejas entre la accesibilidad y el secreto del sufragio. El marco normativo busca equilibrar estos valores permitiendo que la persona escoja libremente a quien la asista, estableciendo salvaguardias para prevenir la influencia indebida, y garantizando que la asistencia se limite a facilitar la expresión de la voluntad del votante sin influir en su decisión.
El artículo 4.3 de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad materializa el principio «nada sobre nosotros sin nosotros» al establecer la obligación estatal de celebrar consultas estrechas con las organizaciones de personas con discapacidad en la elaboración de políticas que les conciernan.
Esta obligación trasciende la mera consulta formal para exigir una participación significativa en todas las etapas del ciclo de políticas públicas: identificación de problemas, diseño de soluciones, implementación, monitoreo y evaluación. Las personas con discapacidad no deben ser únicamente beneficiarias pasivas de políticas diseñadas por otros, sino protagonistas activas en la definición de sus propias necesidades y prioridades.
La discriminación interseccional constituye uno de los desafíos más complejos en la protección de los derechos humanos de las personas con discapacidad. Este fenómeno reconoce que las identidades humanas son multidimensionales y que las experiencias de discriminación no pueden comprenderse mediante el análisis aislado de categorías separadas como género, edad, etnia o discapacidad.
Para las personas que se encuentran en la intersección de múltiples identidades vulnerables, las experiencias de exclusión se magnifican de manera exponencial, creando formas de discriminación cualitativamente diferentes que requieren respuestas específicas y diferenciadas del sistema de protección.
Las mujeres con discapacidad enfrentan lo que los estudios especializados denominan «doble discriminación» o «discriminación múltiple», experimentando exclusión tanto por su condición de género como por su discapacidad, con efectos que trascienden la mera suma de ambas formas de discriminación.
El artículo 6 de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad reconoce explícitamente que las mujeres y niñas con discapacidad están sujetas a múltiples formas de discriminación y enfrentan un riesgo mayor de violencia, abandono, descuido o trato abusivo.
Esta vulnerabilidad específica se manifiesta de diversas formas: mayor riesgo de violencia sexual debido a percepciones erróneas sobre su capacidad para denunciar o ser creídas como testigos; violencia institucional en centros de cuidado donde pueden ser esterilizadas sin consentimiento; violencia económica mediante el control de sus recursos por parte de cuidadores; y violencia psicológica que explota su situación de dependencia.
La protección efectiva de las mujeres con discapacidad requiere la aplicación integrada de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad y la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW), ratificada por Costa Rica mediante Ley N° 6968.
Esta integración normativa implica que las políticas públicas deben diseñarse con una perspectiva dual que atienda simultáneamente las dimensiones de género y discapacidad. Por ejemplo, un programa de prevención de violencia doméstica debe ser accesible para mujeres con diferentes tipos de discapacidad y considerar las formas específicas de violencia que ellas pueden experimentar.
Los niños y niñas con discapacidad se encuentran en una intersección particularmente vulnerable que combina la minoría de edad con la discapacidad, dos condiciones que históricamente han justificado limitaciones a la autonomía y la participación.
El artículo 7 de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad establece que en todas las actividades relacionadas con los niños con discapacidad se debe atender primordialmente al «interés superior del niño», pero especifica que este principio debe aplicarse respetando su derecho a expresar su opinión libremente y otorgándole la debida consideración según su edad y madurez.
Esta disposición desafía interpretaciones paternalistas del interés superior que utilizan la discapacidad como justificación para limitar la participación de los niños en decisiones que les afectan. Un niño con discapacidad intelectual no debe ser automáticamente excluido de los procesos de toma de decisiones, sino que debe proporcionársele los apoyos necesarios para que pueda expresar sus preferencias según su nivel de desarrollo.
El Código Procesal de Familia reconoce en su artículo 41 el principio de capacidad procesal progresiva, que permite a las personas menores de edad participar en procesos judiciales según su grado de madurez. Esta disposición es particularmente relevante para la niñez con discapacidad, ya que establece que la discapacidad no puede ser utilizada como criterio automático para limitar su participación procesal.
La intersección entre edad avanzada y discapacidad crea una situación de vulnerabilidad particular que se ve agravada por los estereotipos sociales sobre el envejecimiento y la presunción de dependencia que frecuentemente acompaña a esta etapa vital.
La Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores, ratificada por Costa Rica mediante Ley N° 9394, define explícitamente la «discriminación múltiple» como cualquier distinción, exclusión o restricción fundada en dos o más factores de discriminación.
Esta definición obliga al Estado a diseñar políticas que reconozcan y atiendan integralmente la discriminación por motivos de edad y discapacidad, evitando abordajes fragmentados que traten estas condiciones como problemas separados.
Las personas adultas mayores con discapacidad enfrentan desafíos específicos que requieren respuestas especializadas: mayor riesgo de institucionalización no voluntaria; dificultades para acceder a servicios de salud que atiendan simultáneamente las necesidades relacionadas con el envejecimiento y la discapacidad; riesgo de aislamiento social debido a la pérdida de redes de apoyo; y vulnerabilidad económica por la combinación de pensiones insuficientes y gastos elevados en salud y cuidados.
El marco normativo costarricense, al incorporar múltiples tratados de derechos humanos, crea un mandato implícito pero poderoso para abordar la discriminación desde una perspectiva interseccional. La obligación del Estado no consiste en aplicar mecánicamente leyes separadas para cada categoría de discriminación, sino en desarrollar una comprensión integrada que reconozca las experiencias complejas de las personas que se encuentran en múltiples intersecciones de vulnerabilidad.
Este abordaje interseccional representa un desafío significativo para la implementación práctica, ya que requiere que los operadores de políticas públicas, funcionarios judiciales y prestadores de servicios desarrollen competencias para reconocer y responder a formas complejas de discriminación que no se ajustan a categorías administrativas tradicionales.
El análisis integral del ordenamiento jurídico costarricense en materia de derechos de las personas con discapacidad revela un sistema normativo de notable sofisticación y progresividad que posiciona al país en la vanguardia regional e internacional en esta área.
La arquitectura jurídica presenta una coherencia sistémica notable que parte de fundamentos constitucionales sólidos, se enriquece con tratados internacionales de primer nivel, y se operacionaliza mediante legislación específica que materializa los principios superiores. Esta estructura jerárquica garantiza que las obligaciones internacionales no queden como meras declaraciones aspiracionales, sino que se traduzcan en derechos exigibles y justiciables.
La eliminación del régimen de interdicción civil y su reemplazo por un sistema de apoyos constituye uno de los logros más significativos del derecho costarricense, anticipándose incluso a desarrollos similares en países con tradiciones jurídicas más antiguas. Esta transformación demuestra la capacidad del sistema jurídico para evolucionar y adaptarse a nuevos paradigmas de derechos humanos.
La creación de figuras como el «garante para la igualdad jurídica» y la «asistencia personal humana» representa una innovación institucional que va más allá de la mera adaptación de figuras tradicionales. Estas instituciones han sido diseñadas específicamente para materializar el modelo de apoyos sin reproducir los vicios del sistema de sustitución anterior.
La separación conceptual entre apoyo para la capacidad jurídica y asistencia para actividades de la vida diaria constituye un aporte teórico significativo que desafía prejuicios arraigados y permite respuestas diferenciadas según las necesidades específicas de cada persona.
A pesar de la calidad indiscutible del marco normativo, persiste una brecha significativa entre las obligaciones jurídicas formales y su materialización práctica en la vida cotidiana de las personas con discapacidad.
La falta de asignación presupuestaria suficiente y sostenida constituye el principal obstáculo para la implementación efectiva del marco normativo. Las obligaciones de accesibilidad universal establecidas en la Ley N° 7600 requieren inversiones significativas en infraestructura pública que no han sido priorizadas en los presupuestos nacionales.
El Programa de Asistencia Personal Humana creado por la Ley N° 9379 enfrenta limitaciones similares, con recursos insuficientes que obligan a largas listas de espera y criterios restrictivos de elegibilidad que contradicen el espíritu universal de la ley.
La transformación paradigmática del modelo médico al modelo social enfrenta resistencias culturales profundas que trascienden el ámbito jurídico para arraigarse en concepciones sociales sobre la discapacidad, la autonomía y la protección.
Funcionarios públicos, prestadores de servicios e incluso familias de personas con discapacidad mantienen frecuentemente visiones paternalistas que interpretan la protección como sinónimo de control y la autonomía como un riesgo que debe ser minimizado. Esta resistencia cultural limita la efectividad de las reformas legales y requiere estrategias de transformación social a largo plazo.
Existe una necesidad crítica de capacitación sistemática y continua para todos los operadores del sistema: funcionarios judiciales, personal de salud, educadores, funcionarios públicos y prestadores de servicios privados. El desconocimiento del marco normativo actual y de sus implicaciones prácticas genera aplicaciones incorrectas que pueden vulnerar los derechos que pretenden proteger.
La Sala Constitucional ha desempeñado un papel fundamental como motor de transformación social, supliendo mediante sus resoluciones las deficiencias de implementación del marco normativo. La abundante jurisprudencia en recursos de amparo presentados por personas con discapacidad revela tanto la vitalidad del sistema de protección jurisdiccional como las deficiencias persistentes en la aplicación administrativa de las leyes.
Las resoluciones de la Sala Constitucional han demostrado una notable capacidad para interpretar dinámicamente el marco normativo, elevando los estándares de cumplimiento y empujando a las instituciones hacia la implementación plena de sus obligaciones.
Esta jurisprudencia ha funcionado como un puente evolutivo entre el paradigma anterior y el actual, reinterpretando disposiciones de la Ley N° 7600 a la luz de los estándares más exigentes de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad.
Fortalecimiento del Marco Presupuestario: Se requiere la creación de un fondo específico para la implementación de los derechos de las personas con discapacidad, con asignaciones obligatorias que no puedan ser reducidas en períodos de restricción fiscal. Este fondo debe financiar tanto las obligaciones de accesibilidad universal como los programas de apoyo directo a las personas.
Institucionalización de la Capacitación: Debe establecerse un sistema obligatorio y permanente de capacitación para todos los funcionarios públicos que interactúan con personas con discapacidad, con certificaciones periódicas que condicionen el ejercicio de sus funciones al dominio del marco normativo aplicable.
Creación de Mecanismos de Monitoreo Independiente: Se requiere el fortalecimiento de los mecanismos de la sociedad civil para el monitoreo independiente del cumplimiento de las obligaciones estatales, con acceso a información pública y capacidad de generar informes alternativos que nutran los procesos de rendición de cuentas internacional.
Campañas de Sensibilización Masiva: Deben diseñarse campañas nacionales de comunicación social que promuevan el cambio de paradigma desde el modelo médico hacia el modelo social, utilizando testimonios de personas con discapacidad que demuestren sus capacidades y contribuciones sociales.
Integración Curricular: El modelo social de la discapacidad y los derechos humanos deben integrarse transversalmente en los currículos educativos desde la educación primaria hasta la universitaria, generando cambios generacionales en las concepciones sociales sobre la discapacidad.
Participación Protagónica: Debe fortalecerse la participación directa de las personas con discapacidad en todos los espacios de diseño, implementación y evaluación de políticas públicas, materializando efectivamente el principio «nada sobre nosotros sin nosotros».
El futuro de los derechos de las personas con discapacidad en Costa Rica no puede concebirse como un ámbito sectorial aislado, sino como un componente integral de un modelo de desarrollo nacional que reconozca la diversidad humana como un recurso social valioso.
La evolución desde un modelo de adaptaciones reactivas hacia uno de diseño universal representa el horizonte más prometedor para la verdadera inclusión social. Esto implica que todas las políticas públicas, productos, servicios y entornos deben concebirse desde su origen para ser utilizables por la mayor diversidad posible de personas.
Las tecnologías de información y comunicación, la inteligencia artificial y las tecnologías de apoyo ofrecen oportunidades sin precedentes para eliminar barreras tradicionales y crear nuevas formas de participación social. Costa Rica debe posicionarse a la vanguardia de estos desarrollos para maximizar su potencial inclusivo.
La experiencia costarricense en la eliminación del régimen de interdicción y la creación de sistemas de apoyo puede constituir un modelo replicable para otros países de la región que aún mantienen figuras de sustitución de la voluntad. Costa Rica tiene la oportunidad de liderar procesos de transformación legal regional que multipliquen el impacto de sus innovaciones normativas.
El marco jurídico costarricense en materia de derechos de las personas con discapacidad representa un logro significativo que debe ser consolidado y profundizado mediante estrategias integrales que aborden tanto las limitaciones de implementación como los desafíos culturales persistentes. Solo mediante este esfuerzo sostenido será posible cerrar la brecha entre el derecho formal y la realidad vivida, haciendo efectiva la promesa de igualdad, dignidad y participación plena que inspira todo el sistema normativo.
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¡Descubra los derechos fundamentales de las personas con discapacidad en Costa Rica!
🇨🇷♿️ En nuestra más reciente publicación, exploramos el marco legal que protege y promueve la inclusión plena de esta población. Desde la Ley 7600 hasta los principios de igualdad de oportunidades, autonomía y accesibilidad universal, analizamos cómo la legislación costarricense busca garantizar una participación activa en la sociedad. Conozca las obligaciones del Estado y del sector privado para eliminar barreras y fomentar un entorno equitativo. 🏛️
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