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El principio de separación de funciones, también conocido clásicamente como separación de poderes, es un postulado esencial de la organización política del Estado moderno. Consiste en la distribución de las funciones fundamentales del Estado en órganos distintos, autónomos e independientes entre sí, evitando su concentración en una sola persona o entidad. Tradicionalmente, estas funciones se han clasificado en legislativa, ejecutiva (o administrativa) y judicial, asignadas respectivamente a un poder legislativo que elabora las leyes, a un poder ejecutivo que las implementa y gobierna, y a un poder judicial que resuelve los conflictos aplicando el Derecho. Esta estructura tripartita garantiza que ninguna función estatal quede al arbitrio exclusivo de un mismo centro de poder.
La relevancia de este principio radica en su carácter de garantía estructural del Estado de Derecho. En un Estado Social y Democrático de Derecho, la separación de funciones actúa como un freno institucional al abuso de poder y como resguardo de las libertades y derechos fundamentales. La lógica subyacente es sencilla: si cada función del Estado está encomendada a un órgano diverso, con competencias definidas y controles recíprocos, se dificulta la posibilidad de tiranía o arbitrariedad. Por el contrario, cuando todo el poder se concentra en una sola instancia, se configura la «definición misma de la tiranía», como advirtió James Madison en los Federalist Papers.
En consecuencia, la separación funcional es un pilar para la existencia de un gobierno limitado por la ley, donde el poder público esté subordinado al orden jurídico y orientado a proteger la dignidad y los derechos de las personas. Es importante destacar que la separación de funciones no implica una incomunicación absoluta entre los poderes del Estado. La teoría constitucional contemporánea reconoce que ninguna separación es rígida o total: los poderes deben colaborar armónicamente dentro del ordenamiento, a la vez que se mantienen controles mutuos. Cada órgano del Estado ejerce sus competencias con independencia, pero existe una necesaria interdependencia para el funcionamiento eficaz del gobierno.
Lo esencial del principio es que cada Poder Público conserva un núcleo duro de atribuciones exclusivas —sus funciones propias— que los demás no pueden usurpar ni anular sin lesionar el equilibrio constitucional. De esta manera, la especialización funcional combinada con la cooperación y los frenos recíprocos entre poderes crea un sistema de equilibrio (checks and balances) orientado a prevenir la concentración del poder y a asegurar la legalidad y la justicia en la actuación estatal.
Las raíces doctrinales del principio de separación de funciones se encuentran en la filosofía política y jurídica desarrollada entre los siglos XVII y XVIII, con aportes de pensadores de diversas latitudes. Entre los autores clásicos más influyentes destacan John Locke, Montesquieu y James Madison, cuyas ideas sentaron las bases conceptuales de la división de poderes tal como la entendemos hoy.
John Locke (1632–1704), filósofo inglés, es uno de los primeros en teorizar sobre la necesidad de dividir el poder del Estado. En su obra «Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil» (1689), Locke propuso que la autoridad gubernamental se descomponga en distintas funciones para evitar la opresión. Identificó primordialmente al poder legislativo (encargado de dictar las normas generales) y al poder ejecutivo, responsable de la ejecución de las leyes y la protección del Estado, incluyendo un componente que denominó poder federativo (relativo a las relaciones exteriores y defensa).
Locke sostenía que el poder legislativo, emanado del pueblo, es supremo en la medida en que crea la ley, pero a la vez argumentó que el poder legislativo no puede transferir la facultad de hacer leyes a ninguna otra autoridad. Esta idea de indelegabilidad de la función legislativa, fruto de la confianza depositada por el pueblo, se convertiría en un antecedente directo del principio de que ningún órgano puede delegar las funciones que le son propias.
Para Locke, mantener separado el órgano que crea la ley de aquel que la ejecuta era indispensable para prevenir que quien aplica las normas se atribuya también la potestad de dictarlas en su favor, comprometiendo la imparcialidad y el imperio de la ley.
Barón de Montesquieu (1689–1755), jurista y filósofo francés, desarrolló plenamente la teoría de la separación de poderes en «El espíritu de las leyes» (1748). Inspirado por la Constitución inglesa de su época y por autores como Locke, Montesquieu articuló la clásica división tripartita: legislativo, ejecutivo y judicial. A él se atribuye la célebre máxima: «Para que no se pueda abusar del poder, es preciso que el poder detenga al poder».
Con esa frase, Montesquieu subrayó que todo gobernante con poder tiende a abusar de él si no encuentra límites, por lo que es necesario diseñar la estructura estatal de tal modo que cada poder esté facultado para controlar y equilibrar a los otros. Montesquieu observó que cuando los poderes legislativo y ejecutivo se concentran en la misma persona o asamblea, esa entidad puede dictar leyes tiránicas y ejecutarlas tiránicamente, destruyendo la libertad. Del mismo modo, si el poder judicial no es independiente, los derechos de los ciudadanos carecerían de garantía frente a los demás poderes.
Por tanto, propuso una distribución funcional donde el parlamento (órgano legislativo) apruebe las leyes, el monarca o gobierno (órgano ejecutivo) las ejecute, y los jueces (órgano judicial) resuelvan las controversias conforme a dichas leyes, manteniendo así un equilibrio. La teoría de Montesquieu incorporó además la noción de que los poderes separados deben colaborar dentro de ciertos cauces legales y fiscalizarse mutuamente –por ejemplo, a través del veto del ejecutivo, la aprobación legislativa de ciertos actos del gobierno, o la posibilidad de juicio político– para evitar la parálisis y al mismo tiempo impedir la hegemonía de alguno de ellos.
James Madison (1751–1836), estadista y teórico político estadounidense, aportó la perspectiva práctica de la separación de poderes en el proceso de creación de la Constitución de los Estados Unidos (1787). En los ensayos del Federalist (especialmente los números 47, 48 y 51), Madison analizó la necesidad de estructurar el gobierno de forma que «la ambición contrarreste a la ambición».
Si bien adoptó los tres poderes clásicos de Montesquieu, Madison recalcó que para resguardar la libertad no bastaba con dividir las funciones, sino que cada rama del poder público debía tener medios constitucionales para defender su legítima autoridad frente a las intrusiones de las otras. Esta visión se materializó en un sistema de frenos y contrapesos (checks and balances) en el cual, por ejemplo, el poder legislativo bicameral controla y es controlado por el ejecutivo (mediante la aprobación de leyes, el poder presupuestario, la ratificación de nombramientos o tratados, frente al veto presidencial, etc.), mientras que el poder judicial independiente tiene la facultad de revisar la constitucionalidad de las leyes.
Madison advertía, al igual que Montesquieu, que la acumulación de todas las funciones en las mismas manos equivale a la tiranía. Su contribución principal fue enfatizar cómo el diseño constitucional debe combinar la separación con una sutil distribución de competencias compartidas que obliguen a la cooperación y al control recíproco: «el poder debe ser obligado a limitar al poder». Esta concepción ha influido poderosamente en el constitucionalismo moderno, en cuanto recalca que la separación de funciones no es un fin en sí mismo, sino un medio para garantizar un gobierno equilibrado donde ninguna autoridad pública pueda exceder sus atribuciones sin verse limitada por otra.
Cabe señalar que la doctrina de la separación de poderes también encontró eco en textos históricos fundamentales. Un ejemplo paradigmático es el Artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (Francia, 1789), que proclamó: «Toda sociedad en la que la garantía de los derechos no está asegurada ni la separación de poderes definida, carece de Constitución». Esta afirmación elevó el principio a la categoría de condición indispensable del constitucionalismo liberal naciente. Desde entonces, la división de funciones pasó a ser considerada un principio jurídico universal, adoptado con variaciones en las constituciones de innumerables países como cimiento de la organización del Estado y la protección de los derechos ciudadanos.
Si bien la formulación teórica sistemática de la separación de funciones corresponde a los autores ilustrados, sus antecedentes históricos se remontan mucho más atrás. En las civilizaciones clásicas de Occidente podemos vislumbrar embriones del principio en la práctica de la organización política.
En la antigua Grecia, en especial en la Atenas democrática (siglo V a.C.), existía una distinción entre diferentes órganos de gobierno: la Ekklesía o asamblea popular con funciones deliberativas y legislativas, la Boulé o consejo que preparaba las decisiones, y los tribunales populares (Heliea) encargados de impartir justicia. Si bien en la democracia ateniense no se hablaba expresamente de «separación de poderes» (pues todos emanaban directamente del pueblo y la asamblea era suprema), sí se practicaba una cierta división funcional y un sistema de controles mediante sorteos, rotación de cargos y mecanismos de rendición de cuentas (los ostraka para el ostracismo, por ejemplo) que limitaban la concentración prolongada del poder.
En la República Romana (siglos V-I a.C.) se advierte con mayor claridad la idea de distribuir el poder entre distintas instituciones. Los romanos desarrollaron un sistema de gobierno mixto que combinaba elementos monárquicos (los Cónsules, magistrados ejecutivos elegidos anualmente), aristocráticos (el Senado, integrado por patricios que aconsejaban y controlaban las finanzas y la política exterior) y democráticos (las Asambleas populares, con facultades legislativas y electivas).
El historiador Polibio, en el siglo II a.C., alabó esta constitución mixta y describió cómo cada componente frenaba a los otros: los cónsules dependían del Senado para la asignación de recursos y podían vetar actos entre sí; el Senado dependía en última instancia del voto popular; y los tribunos de la plebe, otra magistratura romana, tenían poder de veto sobre decisiones senatoriales en protección de los ciudadanos comunes. Aunque los romanos no articularon una teoría abstracta de separación de poderes, en la práctica instauraron un equilibrio dinámico entre instituciones, precursor de los frenos y contrapesos posteriores. Esta experiencia histórica demuestra que la distribución del poder como técnica para evitar la tiranía tiene raíces muy antiguas.
Durante la Edad Media y la época moderna temprana, el concepto de separación de funciones estuvo opacado por la estructura feudal y luego por el absolutismo monárquico, donde el poder se concentraba en la figura del rey bajo la doctrina del derecho divino. Sin embargo, incluso en esos períodos hubo avances hacia la limitación y distribución del poder. La firma de la Carta Magna en Inglaterra (1215) impuso las primeras restricciones jurídicas al poder absoluto del monarca, sentando el principio de que el rey estaba sujeto a la ley y reconociendo ciertos espacios de autonomía a la nobleza y a la administración de justicia.
Más adelante, el desarrollo del Parlamento inglés como asamblea representativa y la institución de jueces relativamente independientes reforzaron la idea de que distintas funciones debían ejercerse por diferentes órganos: el Parlamento legislaba, la Corona ejecutaba las políticas y los tribunales administraban justicia conforme a la common law. Aún sin una teoría explícita, el modelo inglés del siglo XVII presentaba ya una distribución funcional que inspiraría a los filósofos ilustrados.
Especial mención merece la Revolución Gloriosa de 1688 y la aprobación de la Bill of Rights (1689) en Inglaterra: estos hitos consolidaron la supremacía del Parlamento (poder legislativo) frente al Rey, prohibiendo a este suspender leyes o imponer impuestos sin consentimiento parlamentario, y garantizando la independencia del poder judicial mediante la inamovilidad de los jueces. En otras palabras, hacia el final del siglo XVII Inglaterra había logrado un equilibrio donde ninguna autoridad gobernaba sola, sentando un precedente concreto para Montesquieu y sus contemporáneos.
El Siglo de las Luces y las revoluciones liberales de finales del siglo XVIII marcaron la cristalización histórica del principio de separación de poderes en textos jurídicos y en la organización efectiva de nuevos Estados. La independencia de las Trece Colonias norteamericanas dio lugar a la Constitución de los Estados Unidos de 1787, la cual incorporó de manera ejemplar la doctrina de la división tripartita delineada por Montesquieu, añadiendo mecanismos innovadores de control recíproco.
La Constitución federal estadounidense, inspirada en gran medida por las ideas de Madison, creó un Poder Legislativo bicameral (Congreso) separado del Poder Ejecutivo (Presidente), así como un Poder Judicial encabezado por la Corte Suprema, cada uno investido de facultades exclusivas pero con facultades de control mutuo (por ejemplo, el Senado confirmando altos cargos del Ejecutivo, el Presidente vetando leyes, los jueces revisando la constitucionalidad de normas y protegiendo derechos). Este diseño no solo se plasmó en la letra constitucional sino que ha perdurado en la práctica, convirtiéndose en un modelo de referencia global.
De forma casi contemporánea, la Revolución Francesa abrazó también la separación de poderes como elemento definitorio del nuevo orden. La ya mencionada Declaración de Derechos de 1789 estableció la separación de poderes como condición sine qua non de una constitución legítima. La primera Constitución francesa de 1791 estructuró el gobierno en una monarquía constitucional con asamblea legislativa y poder judicial independiente, intentando evitar la concentración que había caracterizado al régimen absolutista derrocado. Aunque la historia subsiguiente de Francia fue tumultuosa, aquel principio caló profundamente en la cultura política occidental.
A lo largo del siglo XIX, el principio de separación de funciones se extendió y afianzó en las constituciones nacionales de Europa, América y otras regiones, convirtiéndose en un canon del constitucionalismo liberal. Las nuevas repúblicas latinoamericanas, al emanciparse de España y Portugal, adoptaron en sus primeras constituciones la división de poderes como fundamento del Estado.
Por ejemplo, la Constitución de Cádiz de 1812 –instrumento liberal promulgado en España pero con participación de representantes hispanoamericanos– consagraba la separación entre las Cortes (poder legislativo), el Rey (poder ejecutivo limitado) y los tribunales (poder judicial), influencia que se reflejó luego en las cartas fundamentales de las nacientes naciones de Hispanoamérica. Países como México (Constitución de 1824), Venezuela (Constitución de 1811) y otras repúblicas tempranas establecieron formalmente la existencia de tres poderes independientes, siguiendo el modelo norteamericano o francés según el caso, con la intención expresa de prevenir la reinstauración de autocracias. Aunque muchas de esas primeras constituciones fueron de corta vida debido a inestabilidad política, la idea de separar las funciones estatales echó raíces permanentes.
En Costa Rica, al igual que en sus vecinos centroamericanos, la separación de poderes fue adoptada desde las primeras normas fundamentales tras la independencia en 1821. Como Estado miembro de la República Federal de Centroamérica (1824-1838), Costa Rica estuvo regida por la Constitución Federal que ya proclamaba la división de poderes en la federación y en los Estados miembros. Luego, con sus constituciones propias a lo largo del siglo XIX (notablemente la de 1844, la de 1871, entre otras), Costa Rica reiteró el esquema tripartito clásico, consagrándolo como principio rector de su gobierno.
Este compromiso temprano con la separación de funciones sentó las bases para que, a lo largo de su historia independiente, el país evitara en gran medida los caudillismos prolongados y consolidara instituciones estables. La Constitución Política de 1871, por ejemplo, vigente por varias décadas, consagraba un Poder Legislativo (Congreso Constitucional), un Poder Ejecutivo encabezado por el Presidente de la República y un Poder Judicial con una Corte Suprema, cada uno con sus atribuciones definidas y sin posibilidad legal de ejercer las funciones de otro.
Así, el siglo XIX vio no solo el esparcimiento geográfico de la doctrina, sino también su evolución práctica: los países fueron experimentando con distintos matices en la relación entre poderes (sistemas presidenciales vs. parlamentarios, mecanismos de control judicial, etc.), pero siempre manteniendo la idea troncal de que la autoridad debía distribuirse para evitar la opresión.
Al llegar el siglo XX, el principio de separación de poderes se había consolidado como un valor constitucional universalmente reconocido. Incluso sistemas políticos de diverso signo ideológico lo incorporaron, al menos en su texto formal, como requisito de legitimidad: constituciones socialdemócratas, liberales, e incluso algunas de corte socialista mencionaban la necesidad de órganos diferenciados para legislar, ejecutar y juzgar.
El contenido del principio, desde luego, admitió variaciones y modulaciones prácticas según el contexto (por ejemplo, en las monarquías parlamentarias europeas el Ejecutivo surge del Legislativo, implicando una colaboración más estrecha, aunque se conserva la independencia judicial; en regímenes presidencialistas la separación es más estricta). No obstante, en el plano del derecho constitucional comparado, la noción de que el Estado de Derecho exige una división funcional del poder caló hondo.
Este consenso histórico se debe, en suma, a la evidencia acumulada de que la separación de funciones es un mecanismo eficaz para prevenir la tiranía y garantizar las libertades: las experiencias absolutistas y totalitarias del pasado (y del siglo XX) demostraron los peligros de la acumulación del poder, reforzando la convicción de que la democracia y la legalidad requieren frenos institucionales sólidos. Por ello, el principio continúa siendo hoy uno de los pilares sobre los que descansa la legitimidad y el buen funcionamiento de los Estados modernos.
En el ordenamiento interno de Costa Rica, el principio de separación de funciones tiene rango constitucional y forma parte de la esencia misma de la República. La Constitución Política de 1949, vigente en la actualidad, incorporó desde su texto original la división orgánica del poder del Estado en tres ramas. El Artículo 9 de la Constitución consagra expresamente este principio al disponer que «El Gobierno de la República es popular, representativo, participativo, alternativo y responsable. Lo ejercen el pueblo y tres Poderes distintos e independientes entre sí: el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial.»
Con esta cláusula, la Carta Fundamental costarricense afirma el modelo clásico tripartito, otorgando independencia a cada uno de los poderes en el ejercicio de sus respectivas funciones estatales. Además, agrega una regla de gran importancia: «Ninguno de los Poderes puede delegar el ejercicio de funciones que le son propias.» Esta prohibición constitucional de la delegación de funciones propias refuerza la separación, evitando que un poder público ceda a otro competencias que la Constitución le ha asignado en exclusividad.
En esencia, se impide que, por conveniencia política o coyuntural, se fusionen de facto atribuciones que deben permanecer separadas: por ejemplo, que el Legislativo traslade facultades para dictar leyes al Ejecutivo, o que el Ejecutivo delegue en el Judicial funciones de gobierno, etc.
El mismo artículo 9 introduce una innovación notable al establecer un órgano adicional con rango constitucional: el Tribunal Supremo de Elecciones (TSE), encargado de «la organización, dirección y vigilancia de los actos relativos al sufragio». El TSE, según el texto, goza de la misma independencia y categoría que los Poderes del Estado, lo que en la práctica lo erige como un cuarto poder funcional especializado en materia electoral. Con esta previsión, Costa Rica buscó garantizar la pureza y autonomía del proceso electoral, sustraéndolo de las influencias de los poderes tradicionales e incorporándolo al esquema general de separación de funciones.
Junto al artículo 9, la Constitución costarricense contiene otros preceptos que desarrollan y aseguran la separación de poderes en la práctica. En cuanto al Poder Judicial, los artículos 152 al 156 (Capítulo «Poder Judicial») establecen su organización y competencias, subrayando su independencia. El artículo 153, por ejemplo, señala que el Poder Judicial se ejerce por la Corte Suprema de Justicia y los tribunales que la ley establezca, y le atribuye la función de conocer de «todas las causas de naturaleza civil, penal, comercial, laboral, contencioso-administrativa, de familia, agraria, y cualesquiera otras que señale la ley, cualquiera que sea su naturaleza y la calidad de las personas que intervengan». De esta forma se deja en claro que la función jurisdiccional –es decir, la administración de justicia aplicando la ley para resolver conflictos– corresponde exclusivamente al Poder Judicial.
Asimismo, el artículo 154 dispone que el Poder Judicial «solo está sometido a la Constitución y a la ley», consolidando su independencia funcional y política: los jueces no deben acatar órdenes de ningún otro poder, y sus resoluciones no acarrean responsabilidad para ellos salvo lo dispuesto por la ley (por ejemplo, responsabilidad penal si prevarican, pero no responsabilidad política).
La Constitución otorga al Poder Judicial garantías materiales para su independencia, como la capacidad de autogobierno administrativo (la Corte Suprema nombra a los jueces inferiores y administra la rama judicial sin injerencia externa) y la autonomía presupuestaria. Esta última se refleja en el mandato constitucional de asignar al Poder Judicial un mínimo del 6% de los ingresos ordinarios del presupuesto nacional (artículo 177 de la Constitución). Dicha asignación mínima garantiza que los tribunales cuenten con recursos suficientes sin depender de la voluntad política del Ejecutivo o Legislativo, previniendo así presiones financieras indebidas que pudieran socavar su independencia.
El Poder Legislativo (Asamblea Legislativa unicameral) tiene sus atribuciones delineadas en la Constitución (artículo 121 y siguientes). Es el único órgano facultado para expedir, reformar o derogar las leyes (poder normativo), aprobar el presupuesto nacional, supervisar al Ejecutivo e incluso elegir a ciertos altos funcionarios (magistrados judiciales, Contralor General, etc., según corresponda). Estas competencias exclusivas no pueden ser ejercidas por ningún otro poder.
La prohibición de delegación del artículo 9 implica, por ejemplo, que la Asamblea Legislativa no puede abdicar su potestad de hacer leyes a favor del Presidente mediante decretos con fuerza de ley, salvo casos muy calificados autorizados por la misma Constitución (como la habilitación de decretos de urgencia en materia administrativa durante recesos legislativos, prevista en el artículo 121 inciso 7, que son excepciones tasadas y bajo control posterior del Congreso).
Por su parte, el Poder Ejecutivo, encabezado por el Presidente de la República junto con sus ministros, es responsable de la ejecución de las leyes y la dirección general del gobierno y la administración pública (artículos 140 y 146). Entre sus funciones propias están dirigir la política exterior, mantener el orden público, sancionar y promulgar las leyes aprobadas por el Legislativo, reglamentarlas para facilitar su aplicación, y administrar los servicios del Estado. Estas funciones administrativas no pueden ser ejercidas por el Legislativo o Judicial, conforme al principio de separación, más allá de los controles legales que se ejercen sobre ellas.
Además de los tres poderes y el TSE, la Constitución costarricense contempla órganos auxiliares o autónomos que complementan el esquema de control interorgánico. Un caso destacado es la Contraloría General de la República, institución auxiliar de la Asamblea Legislativa encargada del control superior del gasto público (artículo 183 y 184 constitucionales). La Contraloría, si bien no es un «poder» en el sentido tradicional, posee autonomía funcional para fiscalizar la ejecución presupuestaria del Poder Ejecutivo y otras entidades, actuando como un mecanismo técnico de control que refuerza el equilibrio entre poderes (el Legislativo controla al Ejecutivo a través de la Contraloría, a la que nombra y cuya labor examina).
Otro ejemplo es el Ministerio Público (Fiscalía) y la Procuraduría General de la República, que son entes de relevancia constitucional con roles definidos (la Fiscalía persigue el delito bajo la égida del Poder Judicial; la Procuraduría representa los intereses jurídicos del Estado, generalmente adscrita al Ejecutivo pero con independencia técnica). Todos ellos se insertan en la filosofía de especialización funcional: cada órgano del Estado costarricense tiene un ámbito de actuación propio y se le brindan garantías legales para resistir interferencias indebidas de otros actores.
La garantía efectiva del principio de separación de funciones en Costa Rica ha sido fortalecida por la jurisprudencia de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia (conocida como la Sala IV). Desde su creación en 1989, la Sala Constitucional actúa como intérprete supremo de la Constitución y ha resuelto numerosas acciones de inconstitucionalidad y recursos que atañen al correcto deslinde de competencias entre poderes, consolidando un cuerpo doctrinal robusto sobre este principio.
En sus sentencias, la Sala Constitucional ha reiterado que el principio de separación de poderes es consustancial al Estado de Derecho costarricense y constituye uno de los pilares fundamentales de la organización estatal. Ha enfatizado que se trata de un principio con relevancia jurídica directa, cuya transgresión puede dar lugar a la invalidez de actos y normas que impliquen una intromisión indebida de un poder en la esfera de otro.
Por ejemplo, la Sala ha sostenido que la separación de funciones reviste las características de un «interés difuso» o supra-individual: es decir, su respeto interesa a toda la colectividad, de modo que cualquier ciudadano (o la Procuraduría) puede impugnar una norma por violarlo, aunque no alegue un daño personal concreto. Esto denota la jerarquía del valor que el ordenamiento le asigna.
Un conjunto importante de fallos de la Sala se ha enfocado en delinear los límites de cada función estatal y las situaciones de colaboración permitidas. Un principio rector establecido es que cada Poder tiene un núcleo esencial de competencias exclusivas e indelegables, conforme al artículo 9 constitucional, pero fuera de ese núcleo existe un margen de cooperación o participación secundaria de otros poderes, siempre que no se vacíe la competencia principal ni se comprometa la independencia.
En este sentido, la jurisprudencia costarricense ha declarado que la separación de poderes no es absoluta y admite espacios de participación cruzada («colaboración de poderes»), pero reservando siempre la última palabra o el control decisorio al poder constitucionalmente competente en la materia. Por ejemplo, el Poder Ejecutivo puede emitir reglamentos y cierta normativa subordinada, pero no puede usurpar la función legislativa de crear leyes formales; el Poder Legislativo puede, en circunstancias excepcionales, otorgar autorizaciones limitadas al Ejecutivo para legislar mediante decretos-ley (delegación legislativa), pero dichas autorizaciones deben ser acotadas, temporales y respetar lo dispuesto en la Constitución; el Poder Judicial, por su parte, puede dictar sus propias normas internas y gestionar su organización (funciones administrativas necesarias para su funcionamiento), pero no puede invadir materia propia de la administración activa ni del legislador.
Un caso ilustrativo es la Sentencia Nº 02892-2010 de la Sala Constitucional, que resolvió una acción de inconstitucionalidad contra varias disposiciones del Código Notarial. En dicha ocasión, se cuestionaba la creación de «Tribunales Notariales» adscritos al Poder Judicial con competencia para sancionar disciplinariamente a los notarios. La parte accionante alegó que esa medida violaba el principio de separación de funciones, pues atribuía al Poder Judicial una tarea eminentemente administrativa (la supervisión y sanción de notarios en tanto profesionales habilitados por el Estado) ajena a la función jurisdiccional de impartir justicia.
Al analizar el caso, la Sala Constitucional reafirmó que la función jurisdiccional del Poder Judicial consiste en «juzgar y hacer ejecutar lo juzgado» en asuntos contenciosos concretos, como lo estipula el artículo 153 constitucional, y agregó que no todas las actuaciones del Poder Judicial encajan dentro de su función jurisdiccional. Si bien el Poder Judicial puede desempeñar funciones administrativas de apoyo indispensables para garantizar su independencia (por ejemplo, la administración de su personal, presupuesto, infraestructura, etc., lo que podríamos llamar la «auto-administración» judicial), cualquier función administrativa que no esté directamente relacionada con la labor jurisdiccional esencial resulta extraña a su ámbito propio.
En el caso de los notarios, la Sala consideró que la vigilancia y sanción del ejercicio notarial es una función administrativa de control profesional, que no guarda relación con la resolución de conflictos jurídicos entre partes; por tanto, no era constitucional asignarla a tribunales judiciales. Esta tarea debía recaer en la Administración Pública activa, específicamente en el órgano administrativo creado para ello (la Dirección Nacional de Notariado, parte del Poder Ejecutivo), que es donde naturalmente reside la potestad de policía y regulación sobre los notarios.
La Sala declaró inconstitucional la integración de esos tribunales notariales en el Poder Judicial, por violar el principio de separación de funciones: un poder del Estado no puede asumir competencias que la Constitución reserva a otro, salvo casos excepcionales que no se daban en esa ley impugnada.
Otro precedente significativo es la Sentencia Nº 05120-95 (Voto 5120-95) de la Sala Constitucional, donde se examinó una norma de la Ley General de la Administración Pública que facultaba a la Contraloría General de la República (órgano adscrito al Legislativo) a intervenir emitiendo dictámenes en procesos de revisión de actos administrativos que realizaban las propias instituciones del Poder Ejecutivo.
En ese proceso, el accionante sostuvo que convertir a la Contraloría en una suerte de «juez» de la legalidad general de los actos administrativos excedía la competencia constitucional de la Contraloría (limitada al control de la hacienda pública) e implicaba una intromisión en la función administrativa ordinaria, contrariando el artículo 9 de la Constitución.
Si bien en ese caso específico la Sala terminó declarando sin lugar la acción (mantuvo la norma, entendiendo que era una medida de control válida dentro del marco de una colaboración legítima entre órganos), no obstante, en su argumentación reafirmó criterios centrales sobre la separación de funciones. La Sala explicó que la Contraloría, al ser un órgano auxiliar del Legislativo, tiene un ámbito especializado de actuación (el control presupuestario) y que cualquier extensión de sus competencias debe interpretarse restrictivamente para no invadir la esfera ejecutiva.
Resaltó que el principio de separación de funciones se concibe como un esquema de colaboración limitada, donde cada poder conserva un núcleo duro de atribuciones exclusivas. Al final, la sentencia acotó la norma impugnada de forma tal que la intervención de la Contraloría en la revisión de actos administrativos solo procediera en materias vinculadas a fondos públicos, evitando así un control general que hubiese desbordado sus competencias. Este caso ejemplifica cómo la Sala Constitucional equilibra la necesidad de controles cruzados (en este caso, contra la ilegalidad administrativa) con el respeto a la configuración constitucional de cada órgano.
Asimismo, la jurisprudencia ha desarrollado principios para garantizar la independencia judicial frente a los otros poderes. En múltiples votos, la Sala IV ha dejado sin efecto disposiciones que pretendían subordinar o condicionar la función jurisdiccional a decisiones ajenas. Por ejemplo, se han anulado normas que requerían aprobación externa para el nombramiento o remoción de jueces contraviniendo la potestad constitucional de la Corte Suprema de Justicia, o se han rechazado injerencias administrativas sobre la ejecución de sentencias.
En el ámbito electoral, la Sala ha sido enfática en reconocer el carácter autónomo y excluyente del Tribunal Supremo de Elecciones en materia de organización de comicios y declaratoria de resultados, protegiendo así ese componente crucial de la separación de funciones. De hecho, las resoluciones constitucionales han blindado al TSE de interferencias, recordando que, según el artículo 99 y siguientes de la Constitución, las decisiones del Tribunal en asuntos electorales son definitivas y no pueden ser revisadas ni vetadas por otros poderes (salvo eventuales controles jurisdiccionales en casos de violaciones a derechos fundamentales de los participantes, a través de recursos de amparo electorales, los cuales también suelen ser resueltos en última instancia por la propia Sala Constitucional con gran deferencia hacia la esfera exclusiva del TSE).
Un último punto jurisprudencial a destacar es el tratamiento de la delegación legislativa. La Constitución costarricense permite en forma muy restringida que la Asamblea Legislativa delegue en el Poder Ejecutivo la facultad de legislar sobre determinados asuntos, mediante leyes de autorización conocidas como «leyes habilitantes» (por ejemplo, para que el Ejecutivo emita códigos o normas en materia arancelaria mientras el Congreso no está en sesión, etc., según ciertos incisos del artículo 121).
La Sala Constitucional ha vigilado que tales delegaciones no sean abiertas ni indefinidas: un voto relevante en esta materia fue la Sentencia Nº 1089-90 (voto 1089-90 de 1990), donde la Sala anuló por inconstitucional una ley que otorgaba al Poder Ejecutivo poderes legislativos excesivamente amplios en materia económica, sin control adecuado ni plazo cierto, estimando que aquello equivalía a abdicar la función legislativa en violación del artículo 9. De acuerdo con la Sala, la reserva de ley (la atribución propia del Legislativo) no puede ser desvirtuada bajo pretexto de emergencia o conveniencia, salvo en los casos específicos y acotados que la misma Constitución autoriza. Este criterio jurisprudencial refuerza el principio de separación al impedir que el Legislativo renuncie a su rol primordial y se desdibujen así los contornos de cada función estatal.
En síntesis, la Sala Constitucional de Costa Rica ha actuado como guardiana del equilibrio de poderes, corrigiendo excesos y llenando lagunas normativas para asegurar que ningún poder público rebase los límites impuestos por la Constitución. Sus decisiones han delineado con mayor precisión qué constituye materia propia de cada órgano y cómo deben interactuar legítimamente.
Gracias a esta labor, hoy existe en la jurisprudencia costarricense un acervo doctrinal claro: el Poder Legislativo es el foro de deliberación y creación de leyes, el Ejecutivo es el encargado de implementarlas y dirigir la administración, y el Judicial es el árbitro legal que las aplica en casos concretos, con su independencia resguardada. Cada uno, además, posee instrumentos para controlar a los demás dentro de un marco de colaboración que no rompe la separación funcional sino que la complementa. Este equilibrio jurisprudencial garantiza, en última instancia, la preservación del Estado de Derecho y la protección de los derechos ciudadanos frente a potenciales extralimitaciones.
A lo largo de las décadas, el principio de separación de funciones en Costa Rica no solo ha sido salvaguardado por la Constitución y la jurisprudencia, sino también desarrollado y concretado mediante leyes y prácticas institucionales. Varias normas de rango legal contribuyen a afianzar la separación y a definir con mayor detalle el actuar de cada poder:
La Ley Orgánica del Poder Judicial (N.º 7333 de 1993) regula la estructura interna y el funcionamiento del Poder Judicial, reforzando su autonomía administrativa. Establece, por ejemplo, el régimen de nombramiento de magistrados (por la Asamblea Legislativa, pero a propuesta y con participación del mismo Poder Judicial en ternas, etc.), la carrera judicial y la independencia interna de los jueces en sus decisiones.
Esta ley convierte en reglas operativas los principios constitucionales, asegurando que la rama judicial pueda gestionarse a sí misma (presupuesto, personal, gobierno judicial) sin interferencias de otros poderes, más allá de los controles que la Constitución y las leyes prevén (como la aprobación legislativa de su presupuesto global o los juicios políticos en casos excepcionales de mal desempeño de magistrados).
La Ley General de la Administración Pública (N.º 6227 de 1978) es otro instrumento fundamental, particularmente para el ámbito del Poder Ejecutivo y la función administrativa. Esta ley codifica los principios que rigen la actividad administrativa y las relaciones entre la Administración y los administrados.
En su articulado inicial, afirma la distinción entre función administrativa y función jurisdiccional, disponiendo que los actos administrativos están sujetos a control judicial a posteriori (contencioso administrativo) pero que la Administración no puede arrogarse facultades de juicio que corresponden a los tribunales. Además, delimita las potestades reglamentarias del Ejecutivo y establece las bases de la legalidad administrativa, en consonancia con la idea de que el Ejecutivo actúa subordinado a la ley emanada del Legislativo.
La LGAP también prevé mecanismos de coordinación entre entes estatales, todo bajo el entendido de que cada cual opera en su ámbito. Su aplicación práctica, junto con la Ley de Jurisdicción Contencioso-Administrativa, garantiza que haya un fuero judicial especializado para revisar los actos del Ejecutivo, lo que complementa la separación permitiendo el control judicial sobre la Administración sin que los jueces asuman la gestión diaria de esta.
La Ley de la Jurisdicción Constitucional (N.º 7135 de 1989) merece mención, puesto que creó formalmente la Sala Constitucional y reguló procesos como la acción de inconstitucionalidad y el recurso de amparo. Esta ley instrumentalizó la reforma constitucional que añadió el artículo 10 a la Carta Política, dotando a Costa Rica de un tribunal constitucional.
Aunque la Sala IV forma parte del Poder Judicial, su existencia misma es un mecanismo de defensa del orden constitucional que incluye la correcta separación de poderes. Gracias a esta normativa, cualquier violación al diseño funcional del Estado puede ser llevada ante la Sala para su corrección. Por ejemplo, si una ley vulnera la separación de funciones, la acción de inconstitucionalidad puede invalidarla; si un funcionario de un poder interfiere indebidamente en otro, un recurso de amparo podría detener dicha actuación. En suma, la Ley de la Jurisdicción Constitucional ha operativizado un árbitro constitucional que equilibra el juego entre poderes.
En materia electoral, la Ley Orgánica del Tribunal Supremo de Elecciones y del Registro Civil desarrolla las atribuciones del TSE conferidas por la Constitución. Esta ley establece cómo se organiza el Tribunal, su servicio civil electoral, los procedimientos para convocar elecciones, etc., asegurando la independencia funcional de la autoridad electoral. Al separar la organización electoral del Poder Ejecutivo (que en otras épocas históricas controlaba las elecciones), esta normativa complementa el principio de separación salvaguardando la democracia misma.
Existen además leyes específicas que refuerzan la separación en aspectos puntuales. Por ejemplo, la Ley Contra la Corrupción y el Enriquecimiento Ilícito creó la Procuraduría de la Ética Pública para investigar actos de corrupción administrativa; en su momento, se discutió si dicha Procuraduría (adscrita al Ministerio Público) invadía competencias de control ya asignadas a la Contraloría u otros entes. La conclusión tanto legislativa como jurisprudencial fue que podía coexistir, siempre y cuando sus potestades no duplicaran ni anularan las de los órganos constitucionales, lo que ilustra cómo nuevas instituciones pueden incorporarse respetando el diseño funcional básico.
Asimismo, leyes como el Código Municipal delinean las autonomías locales pero dejando claro que las municipalidades (gobiernos locales) no son un poder nacional separado sino entes sujetos al marco legal establecido por los poderes centrales, aunque con autonomía administrativa en su ámbito territorial. Todo esto mantiene coherencia con la idea de un único Estado cuya soberanía se ejerce unitariamente, pero distribuyendo las funciones estatales entre distintos niveles y órganos especializados.
En la práctica cotidiana del Estado costarricense, el principio de separación de funciones se refleja también en usos y tradiciones institucionales que han evolucionado. Por ejemplo, el respeto a la independencia judicial se manifiesta en que ni el Presidente ni los diputados comentan o interfieren en casos judiciales en trámite; las comisiones legislativas que nombran magistrados lo hacen mediante procesos relativamente técnicos con participación de la sociedad civil, atenuando criterios partidistas; el Poder Ejecutivo, por su parte, acata los fallos de la Sala Constitucional incluso cuando anulan decretos presidenciales o leyes de agenda gubernamental, reconociendo en la práctica la supremacía de la Constitución y la autoridad del Poder Judicial para hacerla valer. Este acatamiento no es menor: constituye un signo de la madurez democrática de Costa Rica, donde los pesos y contrapesos funcionan en términos generales con normalidad institucional.
La aplicación del principio de separación de funciones en Costa Rica ha tenido como resultado tangible un sistema de equilibrio de poderes que ha contribuido a la estabilidad democrática y a la protección efectiva de los derechos fundamentales de la población. Cada poder público, al estar limitado por la existencia y competencias de los otros, ve reducida la tentación o la posibilidad de extralimitarse en perjuicio de las libertades ciudadanas.
Por ejemplo, el Poder Legislativo, aun siendo la expresión de la voluntad popular a través de los diputados, se encuentra constreñido por la Constitución y vigilado por la Sala Constitucional: no puede aprobar leyes que violen derechos, so pena de ser anuladas; tampoco puede invadir funciones administrativas, pues tales intentos serían vetados por el Ejecutivo o declarados inconstitucionales. Este marco impulsa al legislador a actuar dentro de la legalidad y con respeto a las minorías, sabiendo que existen contrapesos.
El Poder Ejecutivo, encargado de la fuerza pública y la administración, opera bajo el escrutinio permanente tanto del Legislativo (que puede interpelar ministros, rechazar presupuestos, fiscalizar gastos a través de la Contraloría, e incluso destituir al Presidente vía juicio político en casos extremos) como del Poder Judicial (que mediante el contencioso-administrativo y la jurisdicción constitucional puede anular actos gubernamentales arbitrarios o lesivos a derechos).
Así, los ciudadanos tienen garantías de que si la Administración dictara un acto ilegal o abusivo en su contra, podrán recurrirlo ante un tribunal independiente que ordenará su corrección; y si el gobierno pretendiera gobernar por decreto fuera del marco legal, la Asamblea o la Sala IV podrán frenarlo. Este entramado es esencial para la tutela de derechos como el debido proceso, la propiedad privada, la libertad personal, entre otros, ya que evita que el Ejecutivo sea juez y parte en sus propias actuaciones y que concentre facultades irrestrictas.
A su vez, el Poder Judicial, dotado de independencia, garantiza a los habitantes que tendrán jueces imparciales y técnicamente subordinados solo a la ley, capaces de hacer valer sus derechos frente a atropellos de particulares o del propio Estado. La confianza en los tribunales se nutre precisamente de que estos no reciben órdenes del Presidente ni del Parlamento en sus fallos; los jueces constitucionales pueden anular incluso actos de los más altos poderes, lo que envía un mensaje claro de supremacía del Derecho sobre la voluntad política coyuntural.
Un ejemplo evidente fue la declaratoria de inconstitucionalidad de ciertas reformas legislativas que amenazaban derechos fundamentales: la Sala Constitucional, actuando con independencia, ha frenado leyes que pretendían restringir excesivamente la libertad de prensa o el derecho de reunión, demostrando así cómo la separación de funciones empodera al Poder Judicial para ser garante de los derechos ciudadanos frente a los otros poderes.
La existencia del Tribunal Supremo de Elecciones, como órgano separado, también incide directamente en la protección de un derecho fundamental: el derecho al sufragio libre y transparente. Gracias a la autonomía del TSE, las elecciones en Costa Rica están aisladas de manipulaciones gubernamentales, asegurando que la voluntad popular se exprese auténticamente en las urnas. Esto fortalece el carácter democrático del Estado de Derecho y, a la postre, legitima el ejercicio del poder público en todas sus ramas, pues deriva de procesos electorales confiables.
Además, el TSE tutela derechos políticos específicos (por ejemplo, mediante la resolución de disputas electorales, la protección de la participación de partidos y candidatos, etc.) sin interferencias externas, lo cual es posible precisamente porque la Constitución lo elevó al nivel de poder independiente.
Puede afirmarse que el diseño constitucional costarricense, fiel al principio de separación de funciones, crea un sistema de contrapesos donde cada poder frena los excesos de los otros y todos juntos orientan sus esfuerzos hacia el bien común dentro del marco de la legalidad. Este balance de poderes no es un mero formalismo, sino la columna vertebral que sostiene la vigencia real de los derechos fundamentales: un poder legislativo controlado no legislará despotismos; un ejecutivo controlado difícilmente podrá convertirse en autoritario; un poder judicial independiente podrá dar amparo al débil frente al poderoso.
Así, la libertad, la igualdad y la dignidad humanas encuentran en la separación de poderes un resguardo permanente, haciendo del Estado Social y Democrático de Derecho costarricense algo más que una aspiración retórica: lo convierte en un orden concreto en el cual el poder está al servicio de la persona y limitado por la Constitución.
A lo largo de esta investigación se ha constatado que el principio de separación de funciones constituye un pilar esencial del Estado costarricense y un elemento definitorio de su carácter de República democrática. Desde su fundamentación doctrinal clásica hasta su consolidación histórica y su detallada aplicación en la Constitución de 1949, la división de poderes emerge como una garantía institucional sin la cual no podría concebirse el actual orden político-jurídico de Costa Rica.
Este principio ha asegurado, en primer lugar, la existencia de un gobierno de leyes y no de hombres, en el que la autoridad se encuentra distribuida y limitada para prevenir la tiranía. Ello ha abonado a la notoria estabilidad democrática del país y al respeto por el Estado de Derecho que le caracteriza en el concierto latinoamericano.
En el contexto costarricense, la separación de funciones no es un mero esquema teórico, sino una realidad viviente respaldada por normas y por la actuación vigorosa de sus instituciones. El reconocimiento constitucional expreso (artículo 9 y concordantes) y el desarrollo jurisprudencial de la Sala Constitucional han dado contenido tangible al principio, adaptándolo a las necesidades contemporáneas sin desvirtuar su esencia.
Costa Rica ofrece así un ejemplo en el que los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial —junto con el órgano electoral autónomo— conviven en equilibrio, colaborando dentro de sus esferas, pero a la vez controlándose mutuamente en un delicado juego que ha sabido mantenerse por décadas. Las contiendas de competencia se han resuelto, por lo general, mediante los cauces legales y con respeto al pronunciamiento último del órgano constitucional designado para dirimirlas, lo que redunda en fortalecimiento institucional.
La importancia del principio de separación de funciones en el ordenamiento costarricense se manifiesta también en su efecto protector de los derechos humanos. Como se ha explicado, gracias a la separación orgánica, los costarricenses cuentan con frenos contra los eventuales abusos: si una ley lesiona sus derechos, existe un tribunal constitucional que puede invalidarla; si un acto administrativo es arbitrario, hay jueces independientes que pueden anularlo; si un funcionario se extralimita, otro poder puede llamarlo a cuentas. De esta manera, los ideales proclamados en la Constitución —libertad, justicia, bienestar general— encuentran un resguardo estructural en la forma misma del Estado.
La colaboración equilibrada entre poderes garantiza que las políticas públicas se implementen con eficacia pero dentro del respeto a la legalidad, y que ninguna autoridad olvide que su legitimidad proviene del pueblo y está subordinada al orden jurídico.
En suma, el principio de separación de funciones en Costa Rica es más que un postulado académico: es la piedra angular que sostiene su Estado Social y Democrático de Derecho. Al asegurar el equilibrio y control entre los poderes, este principio afianza la confianza ciudadana en las instituciones y evita la deriva autoritaria, creando condiciones propicias para la vigencia de la democracia, la paz social y el desarrollo humano. Por ello, su estudio y comprensión resultan imprescindibles para cualquier jurista o ciudadano que desee apreciar la arquitectura constitucional costarricense.
Mantener viva la separación de poderes, defenderla frente a cualquier erosión y adaptarla sabiamente a los retos del siglo XXI será clave para que Costa Rica continúe siendo un referente de institucionalidad democrática en la región. El legado histórico y el presente funcionamiento de este principio en el país confirman la validez de aquella intuición de Montesquieu: distribuir el poder y hacer que «el poder frene al poder» ha sido y sigue siendo una condición fundamental para la libertad y el Estado de Derecho.
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