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El principio de legalidad es un principio jurídico fundamental del Estado de Derecho según el cual todo ejercicio del poder público debe realizarse conforme a la ley vigente, no según la voluntad o el arbitrio personal de las autoridades.
En otras palabras, ninguna autoridad está por encima de la ley, y sus actos solo son válidos si encuentran sustento en una norma jurídica previa.
Este principio se considera la «regla de oro» del Derecho público, indispensable para afirmar que un Estado es verdaderamente un Estado de Derecho, pues el poder estatal tiene en las normas jurídicas su fundamento y su límite.
En estrecha relación con esta idea surge la reserva de ley, que obliga a que ciertas materias –especialmente aquellas que afectan derechos fundamentales de las personas– sean reguladas únicamente por normas con rango de ley formal, evitando así decisiones arbitrarias del poder ejecutivo en esos ámbitos.
Doctrinariamente, el principio de legalidad ha sido resaltado por pensadores clásicos y contemporáneos de diversas tradiciones. Aristóteles ya postulaba en la Antigüedad la importancia de «un gobierno de leyes, no de hombres», sentando la idea de que la ley debe prevalecer sobre la voluntad individual.
Siglos más tarde, John Locke –en el contexto del contractualismo clásico inglés– subrayó que el poder legislativo, representante de la voluntad popular, debe gobernar mediante leyes promulgadas y conocidas, prohibiendo la arbitrariedad incluso del propio gobernante.
Del mismo modo, Montesquieu definió la libertad como «el derecho a hacer lo que las leyes permiten», advirtiendo que si un ciudadano pudiera hacer lo prohibido por la ley (o si el gobernante pudiera actuar al margen de ella), no habría verdadera libertad ni seguridad jurídica.
En el ámbito penal, el pensador ilustrado Cesare Beccaria exigió en De los delitos y las penas (1764) que solo la ley, expresión de la voluntad general, pueda fijar delitos y castigos, sentando las bases del adagio nullum crimen, nulla poena sine lege (no hay delito ni pena sin ley previa).
Esta exigencia luego fue formulada con rigor por el jurista alemán Paul Johann Anselm von Feuerbach, quien en el siglo XIX plasmó en el Código Penal de Baviera el principio estricto de legalidad penal: ningún delito ni pena sin previa ley que los defina.
En la teoría jurídica contemporánea, Hans Kelsen aportó una fundamentación normativista del principio de legalidad al describir el ordenamiento jurídico como una «pirámide» de normas en la cual cada acto de autoridad deriva su validez de una norma superior, remontando hasta la Constitución como norma fundamental. Así, para Kelsen un Estado de Derecho es aquel en que toda actuación estatal está encadenada a la legalidad vigente, asegurando coherencia y control.
Otros juristas, como el español Eduardo García de Enterría, enfatizaron el valor garantista del principio de legalidad: la sumisión de la Administración a la ley es el primer resguardo del ciudadano frente a los excesos del poder público.
En palabras de la doctrina costarricense, el principio de legalidad es un «presupuesto básico del Estado de Derecho» y un complemento esencial del debido proceso, en cuanto establece los límites y alcances del actuar de la Administración dentro del ordenamiento jurídico al que está sometida.
Todo poder del Estado está jurídicamente vinculado: ninguna autoridad puede ejercer facultades que la ley no le haya conferido expresamente, y al mismo tiempo los ciudadanos solo pueden ser obligados o sancionados por aquello que la ley ordene o prohíba. Como resumió la célebre Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, «todo lo que no está prohibido por la Ley no puede ser impedido, y nadie puede ser obligado a hacer lo que ella no ordena».
En la antigua Roma y Grecia ya se vislumbraba la supremacía de la ley sobre el poder personal (por ejemplo, en la República romana las leyes de las Doce Tablas establecieron reglas públicas obligatorias incluso para los magistrados). Sin embargo, un momento clave llegó en 1215 con la Carta Magna inglesa. Este célebre documento –impuesto por los barones al rey Juan sin Tierra– fue el primero en plasmar por escrito que el Rey mismo estaba sujeto a la ley, limitando así su poder absoluto.
La Carta Magna garantizó derechos como la protección frente a detenciones arbitrarias y el debido proceso (due process of law), sentando un precedente fundamental: incluso la máxima autoridad debía respetar las normas jurídicas acordadas. Aunque medieval en su contexto, este principio plantó la semilla del Estado de Derecho al afirmar que la ley está por encima del gobernante.
La Carta Magna de 1215 estableció que ni el monarca estaba por encima de la ley, marcando un hito temprano del principio de legalidad.
El principio de legalidad resurgió con fuerza durante las revoluciones y transformaciones políticas de la modernidad. En Inglaterra, documentos como la Petition of Right (1628) y la Bill of Rights (1689) reafirmaron la subordinación del poder real a la ley aprobada por el Parlamento, prohibiendo impuestos o detenciones sin base legal.
Paralelamente, los filósofos del Iluminismo colocaron la legalidad en el centro de un gobierno legítimo: pensadores como Locke, Montesquieu y Rousseau propugnaron que la ley, expresión de la voluntad general, debía ser el fundamento de toda autoridad legítima. Este ideario cristalizó en las revoluciones americana y francesa.
La Constitución de los Estados Unidos (1787) instauró un sistema de gobierno limitado por normas supremas (la Constitución misma como «ley de leyes») y controlado por la legalidad y la separación de poderes. Por su parte, la Revolución Francesa llevó la noción de legalidad al plano de los derechos universales: la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 consagró que «ningún hombre puede ser acusado, arrestado ni detenido sino en los casos determinados por la Ley y según las formas que ella ha prescrito», y que «nadie puede ser castigado sino en virtud de una Ley establecida y promulgada anteriormente al delito».
Estas proclamas afirmaron, de manera entonces revolucionaria, que todo ejercicio del poder punitivo o coercitivo debía estar previamente autorizado por una ley, asegurando la libertad y la seguridad individual frente al arbitrio. Asimismo, en 1791 la joven república francesa definió expresamente el principe de légalité en materia penal y administrativa, y la idea se difundió por Europa.
Durante el siglo XIX el principio de legalidad alcanzó reconocimiento generalizado como fundamento de los Estados constitucionales. La noción alemana de Rechtsstaat (Estado de Derecho) y su equivalente francés de État de Droit tomaron fuerza: juristas como Robert von Mohl y Rudolf von Gneist desarrollaron la tesis de que el Estado moderno debe actuar sometido a su propio Derecho.
Las monarquías constitucionales y repúblicas adoptaron constituciones escritas que limitaban el poder de los gobernantes mediante leyes y establecían derechos garantizados por la legalidad. Un ejemplo destacado es la Constitución española de 1812 (Cádiz), precursora en el mundo hispano, que exigía que todos los actos de gobierno se sujetaran a la Constitución y las leyes, influencia que se extendió a las nuevas naciones latinoamericanas tras su independencia.
Durante esta centuria se generalizó también la codificación de las leyes (Códigos civiles, penales, etc.), lo que reforzó la seguridad jurídica y la igualdad ante la ley: la famosa máxima de que «la ley es igual para todos» se hizo realidad jurídica. En el ámbito del Derecho penal, a la formulación de Feuerbach se sumó la difusión de códigos penales nacionales que explícitamente recogieron el principio de legalidad penal (por ejemplo, el Código Penal francés de 1810 y posteriormente códigos en Iberoamérica), prohibiendo la retroactividad de la ley penal y las penas no autorizadas por ley.
Hacia finales del siglo XIX, pues, el principio de legalidad se había consolidado como un valor jurídico universal, reconocido en la mayoría de constituciones escritas y prácticas constitucionales consuetudinarias: la legitimidad del poder estatal en cualquier nación «civilizada» se medía, ante todo, por su sujeción a la ley.
En Costa Rica, el principio de legalidad está sólidamente incorporado en el sistema jurídico y ha sido desarrollado tanto a nivel constitucional como legal y jurisprudencial. La Constitución Política de la República de Costa Rica de 1949 establece expresamente este principio, garantizando que el poder estatal se ejerza dentro del marco del Estado Social y Democrático de Derecho.
Consagra la sujeción de la función pública a la ley. En su texto, la Carta Magna costarricense proclama que «los funcionarios públicos son simples depositarios de la autoridad», por lo que están obligados a cumplir los deberes que la ley les impone y no pueden arrogarse facultades no concedidas en ella. Asimismo, dicho artículo requiere que todo funcionario jure obediencia a la Constitución y las leyes, y establece que la acción para exigir la responsabilidad penal por sus actos es pública.
Este precepto coloca un claro límite al poder de los órganos del Estado: ninguna autoridad puede extralimitarse más allá de lo que la ley expresamente le permite. Costa Rica adopta aquí una versión estricta del principio de legalidad en la Administración pública, siguiendo la máxima general del Derecho público según la cual «lo que no está expresamente permitido al Poder Público, está prohibido».
Así, en el ordenamiento costarricense cualquier actuación administrativa requiere una habilitación jurídica expresa, y los funcionarios no pueden invocar poderes implícitos o discrecionales más allá del marco legal. Este mandato constitucional garantiza que la Administración respete los derechos de los ciudadanos y actúe únicamente dentro del ámbito que la ley le ha conferido, eliminando arbitrariedades.
Consagra el principio de legalidad en materia penal y de sanciones, íntimamente ligado al respeto de los derechos fundamentales. Este artículo dispone que «a nadie se le hará sufrir pena sino por delito, cuasidelito o falta, sancionados por ley anterior y en virtud de sentencia firme dictada por autoridad competente».
En otras palabras, ninguna persona puede ser penada por una conducta que no haya sido previamente definida como ilícita por una ley formal, ni sometida a sanción sin un juicio conforme al debido proceso ante juez competente. El artículo 39 incorpora explícitamente el principio nullum crimen, nulla poena sine lege, protegiendo así la libertad personal y la seguridad jurídica de los habitantes: ningún costarricense o residente puede ser detenido, acusado o castigado por actos que la ley no hubiera tipificado claramente como delito con anterioridad.
Aparte de estos preceptos constitucionales, el principio de legalidad irradia todo el ordenamiento costarricense. La Ley General de la Administración Pública (LGAP) –Ley Nº 6227– desarrolla el artículo 11 constitucional en el plano legal: su artículo 11 establece que «la Administración Pública actuará sometida al ordenamiento jurídico y solo podrá realizar aquellos actos o prestar aquellos servicios públicos que autorice dicho ordenamiento», reiterando que lo no autorizado expresamente por la norma está vedado.
Del mismo modo, el artículo 13 de la LGAP confirma que la Administración, en sentido amplio, está sujeta a todas las normas del ordenamiento jurídico, sean escritas (leyes, reglamentos) o incluso principios generales no escritos aplicables, y acude al Derecho privado solo en forma supletoria cuando falte norma administrativa específica.
La legislación administrativa costarricense asegura que cualquier actuación u omisión de la Administración debe tener base jurídica: si una institución pública se aparta de lo que la ley dispone –ya sea actuando sin competencia o dejando de actuar cuando una norma le ordena hacerlo–, incurre en ilegalidad y sus actos u omisiones son nulos de pleno derecho.
En el ámbito tributario y financiero, el principio de legalidad también está presente: por ejemplo, únicamente por medio de ley puede el Estado crear, modificar o suprimir tributos (reserva de ley tributaria), y el Presupuesto Nacional debe aprobarse mediante ley de la República cada año, reflejando el principio de legalidad presupuestaria (ningún gasto público puede realizarse sin autorización legislativa previa). Estas exigencias aseguran el control democrático del poder fiscal y económico del Estado, evitando arbitrariedades en la carga a los ciudadanos.
La Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia (el máximo intérprete de la Constitución desde su creación en 1989) ha sido un actor central en la consolidación práctica del principio de legalidad en Costa Rica. A través de abundante jurisprudencia, la Sala Constitucional (conocida como Sala IV) ha reiterado y profundizado los alcances de este principio en el orden interno.
Por ejemplo, en el voto Nº 440-98 de 1998, la Sala afirmó que en un Estado de Derecho «el principio de legalidad postula una forma especial de vinculación de las autoridades e instituciones públicas al ordenamiento jurídico… toda autoridad pública solo puede actuar en la medida en que se encuentre expresamente facultada para hacerlo por el ordenamiento; para las autoridades públicas solo está permitido lo que esté constitucional y legalmente autorizado en forma expresa, y todo lo que no esté autorizado les está vedado».
Este fallo subraya la idea de vinculación positiva de la Administración a la ley: ningún poder estatal tiene atribuciones que no provengan del orden jurídico vigente. En otro pronunciamiento del mismo año (voto Nº 897-98), el Tribunal Constitucional costarricense enfatizó que «este principio significa que los actos y comportamientos de la Administración deben estar regulados por norma escrita, lo que implica el sometimiento a la Constitución y la ley, principalmente, y en general a todas las normas del ordenamiento jurídico», lo cual se conoce como el principio de juridicidad en la actuación administrativa.
La línea jurisprudencial de la Sala IV ha tenido consecuencias concretas en la vida institucional: ningún órgano administrativo puede ejercer potestades que la ley no le haya otorgado. La Sala ha anulado decretos ejecutivos, reglamentos e incluso leyes que violaban el principio de legalidad, ya sea por invadir materias reservadas a ley formal o por extralimitar delegaciones legislativas.
Por ejemplo, ha declarado inconstitucional la creación de sanciones o impuestos mediante decretos administrativos sin ley habilitante, por violar la reserva de ley; también ha dejado sin efecto nombramientos o actuaciones de funcionarios que carecían de base legal.
En múltiples votos, la Sala Constitucional ha establecido que todos los actos gravosos para los ciudadanos emanados de autoridades públicas deben estar acordados en una ley formal, reforzando la garantía de que la libertad, la propiedad y demás derechos solo pueden ser limitados por la vía legislativa.
Asimismo, en materia penal, la Sala ha reiterado que el artículo 39 constitucional implica una reserva absoluta de ley: solo la Asamblea Legislativa puede definir delitos y penas, quedando excluidas por completo las normas inferiores (reglamentos) en este ámbito.
Gracias a esta jurisprudencia, el principio de legalidad garantiza los derechos fundamentales en Costa Rica de dos maneras: (1) impide que el Estado imponga sanciones, obligaciones o restricciones sin respaldo en la ley (protegiendo así la libertad personal, el debido proceso, el derecho de propiedad, etc.), y (2) asegura la responsabilidad y control de los funcionarios públicos, quienes saben que sus actuaciones ultra vires (más allá de la ley) acarrearán nulidad e incluso eventuales responsabilidades civiles, penales o administrativas.
Costa Rica ha incorporado plenamente el principio de legalidad en su ordenamiento. La Constitución lo erige como pilar, la legislación lo desarrolla en detalle y la Sala Constitucional lo custodia en la práctica cotidiana. Este principio actúa como garantía institucional de los derechos ciudadanos y como freno al poder: por un lado, brinda seguridad jurídica a las personas, que pueden prever las consecuencias legales de sus actos y contar con que el Estado no las afectará arbitrariamente; por otro lado, impone al Estado de Derecho una disciplina interna, obligando a cada autoridad a rendir cuentas conforme a la ley.
No es casualidad que la propia Sala Constitucional haya señalado que el principio de legalidad es un presupuesto esencial del sistema democrático costarricense, inseparable del Estado Social y Democrático de Derecho que la Constitución proclama.
El principio de legalidad reviste en Costa Rica una importancia capital: es la piedra angular sobre la cual descansa la legitimidad y la restricción del poder público en un Estado Social y Democrático de Derecho. Gracias a este principio, el imperio de la ley prevalece sobre la voluntad individual de los gobernantes, garantizando que las instituciones actúen dentro de un cauce jurídico preestablecido y respetando los derechos fundamentales de las personas.
La experiencia jurídica costarricense demuestra que cuando la legalidad guía la actuación estatal, se fortalece la confianza de la ciudadanía en sus autoridades y se consolidan la democracia y la paz social. El principio de legalidad ha sido el antídoto contra la arbitrariedad: ha limitado los abusos de poder, ha exigido transparencia y motivación en los actos públicos, y ha permitido el control jurisdiccional efectivo (vía Sala Constitucional y otros órganos) de las decisiones gubernamentales.
En términos sencillos, la ley –y no el capricho de los hombres– gobierna Costa Rica, y ello ha sido condición indispensable para la vigencia real de los derechos humanos y las libertades públicas en el país. Mirando al futuro, es de prever que el principio de legalidad continúe siendo un eje fundamental e indisputable del ordenamiento costarricense.
Los desafíos contemporáneos –como la complejidad creciente de la Administración Pública, las emergencias nacionales o el desarrollo tecnológico– podrían poner a prueba la capacidad del Estado para responder con rapidez, pero nunca deben servir de pretexto para apartarse de la legalidad. Al contrario, cada nueva ley o reforma administrativa en Costa Rica reafirma la necesidad de sujetar el poder a reglas claras y legítimas.
La reflexión jurídica moderna confirma que la fortaleza de un Estado democrático se mide, en buena parte, por su adhesión al principio de legalidad. Costa Rica, con su arraigada tradición institucional y el papel vigilante de la Sala Constitucional, ha consolidado este principio como parte de su cultura política y jurídica.
En consecuencia, puede afirmarse con fundamento que el principio de legalidad seguirá siendo el norte invariable que guíe el ejercicio del poder público costarricense, garantizando la continuidad y la solidez de su Estado Social y Democrático de Derecho para las generaciones venideras.
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